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Cayó la breva, digo el Boris. No sin defenderse durante meses como gato panza arriba, eso sí. No sin arrastrar a su partido, en poco ... más de dos años, a un derrumbamiento sin precedentes en la historia electoral británica. No sin quemar hasta el último aliado que le quedaba, incluidos los más amarillentos tabloides, enamorados de él hasta no hace tanto. Todas las encuestas, desde la publicación el pasado noviembre de las primeras fotos del llamado 'partygate', predecían lo inevitable; tal vez la sorpresa no resida en su dimisión estos días como presidente 'tory', sino en haber aguantado –en la esperanza de que la guerra de Ucrania relanzaría su imagen– hasta verano. Ni con agua caliente: para desalojarlo, los conservadores han tenido que hacerle un Casado, con medio partido retirándole públicamente su apoyo en una serie de cartas de dimisión con el léxico más afilado que los puñales de la boda roja. En el momento de redactar estas líneas, Johnson negocia 'in extremis' con la derecha británica que se le permita continuar como primer ministro interino hasta el otoño, para evitar humillaciones mayores, pero su destino inmediato aún no está claro. Pase lo que pase, hay que ir haciendo las maletas, así que bueno, pues nada, figura. Tanta paz lleves como descanso dejas.
Conociendo al personaje, se podía adivinar que su muerte política sería tan espectacular como su rutilante trayectoria. Sobre su carácter –de pijo juerguista e ingenioso, sin pelos en la lengua– construyó una figura netamente nacional-populista, tan reconocible como la de Trump y con mucho en común: la antipolítica, la testosterona, la manipulación de masas y las noticias falsas como máquinas de guerra electoral. Los medios británicos destacan de su legado que nunca un primer ministro había mostrado menos respeto por la verdad, pero no olvidemos que esa afición a tergiversar no solo ha sellado su destino al frente de aquel país; también lo aupó al sillón.
Johnson, que se curtió en las malas artes de la posverdad como corresponsal en Bruselas del 'Daily Telegraph' (sus famosísimas crónicas antieuropeístas solían incluir desaforados bulos, desde un plan de la UE para enderezar los plátanos hasta un intento italiano de reducir el tamaño de los preservativos), consiguió sentar las bases del moderno sentimiento nacionalista del Reino Unido contra «los burócratas del continente», y encarnó desde muy pronto la idea del 'Brexit' duro, la salida unilateral que permitiese por fin a Gran Bretaña «recuperar el control». Nótese el paralelismo entre ese lema y el «hacer América grande otra vez» del trumpismo.
El resto es historia: Boris Johnson llegó a Downing Street envuelto en la 'union jack', o al menos en ese autobús de la campaña del 'Brexit' que declaraba (era mentira, claro) que la pertenencia a la Unión costaba a los británicos 350 millones de libras a la semana. Como el aún primer ministro no se cansa de repetir estos días, su país no había elegido a un líder con tanto margen como obtuvo él en 2019 desde hacía décadas. Tampoco ningún primer ministro ha perdido tan rápido un apoyo popular tan enorme, cabría añadir. Otro paralelismo con la meteórica carrera política de Trump, que es el primer presidente de aquel país que no consigue revalidar su primer mandato desde Bush padre.
Toco madera, pero parece que este tipo de figuras políticas está pasando de moda. Hipervisibles, con una impresionante maquinaria mediática detrás, encarnan liderazgos viriles basados en mecanismos emocionales e identitarios, y tienden a reducir la inmensa complejidad del mundo contemporáneo a dos o tres vectores muy simples. Recurren siempre a la cabeza de turco que les venga más a mano (la inmigración, la Unión Europea, la delincuencia, respectivamente) y consiguen hacerse oír entre públicos desencantados. Pero la tarea de gobierno y las promesas incumplidas los queman. Ni Trump consiguió erigir su bochornoso proyecto de muro con México ni Johnson aportó prosperidad alguna (antes al contrario) a su país cortando relaciones con el continente. La castaña que está a punto de pegarse el ultra Bolsonaro contra el renacido Lula en Brasil, tan solo tres años y poco después de su histórica victoria, me suena a que estamos ante una tendencia.
Sigo tocando madera todo el rato, pero la humillación de Boris Johnson podría significar un aviso a navegantes, también en esta península recalentada que habitamos. Esa tentación de las derechas de envestir fantoches hipermediáticos con discursos maniqueos podría encontrar, con toda esta triste historia, un freno. ¿Existe, en absoluto, un 'pueblo' que, como la masa madre, se puede hornear al gusto? No digo que no. Solo digo que, de existir, tan gilipollas no es. Y, al final, os ve venir. De lejos.
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