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Mi amigo Alfredo Santos es un señor de Chamberí que ve la hierba crecer. Quizás por eso fundó Recurra-Ginso, una entidad no lucrativa pionera en la prevención y tratamiento de la salud mental infanto-juvenil en España (el 70% de las patologías mentales aparecen ... antes de la mayoría de edad). De vez en cuando quedamos a comer unos callitos en José Luis para intentar construir juntos una idea de país.
A nuestro juicio, si dejamos que nuestros hijos siempre tengan éxito, siempre consigan lo que quieren, siempre sean los ganadores... nunca aprenderán de la experiencia vivificante del fracaso. La vida se construye tanto de éxitos pequeños como de grandes fiascos, partido a partido, incluso minuto a minuto, en un proceso continuo que permite desarrollar la búsqueda del propósito de la vida. El problema es que, en el mundo occidental, nos han vendido la película de que solo merece la pena acumular los estímulos placenteros y efímeros.
Nos deberíamos preguntar qué tipo de padres somos cuando dejamos que nuestros hijos siempre ganen y siempre sean 'felices'. Hay muchas cosas sobrevaloradas en este mundo, y la 'felicidad eterna' puede ser una de ellas. Ahora mismo, ser feliz es una dictadura y la tristeza es un lastre para la sociedad del siglo XXI.
Se habla mucho de la poca resistencia a la frustración que tienen nuestros jóvenes, pero quien habla de esa baja resistencia a la frustración no son jóvenes, sino mayores que observan el mundo que hay con sus ojos del pasado. Y es que las nuevas generaciones no tienen poca resistencia a la frustración, sino que viven en un mundo 'construido' bajo la premisa de que todo debe ser fácil, indoloro, incoloro y dulce. No es motivo de pensar ahora en qué fuerzas ocultas (o muy visibles) quieren hacernos creer que vivimos en ese día a día, pero no estaría de más pensar que una sociedad cimentada sobre el 'tanto tienes y compras, tanto vales' no puede permitirse individuos ciudadanos libres, autónomos, rebeldes y responsables. «Somos pasión, somos alegría y, si toca sufrir, sufrimos».
Vivimos en un presente donde todo es posible, todo es inmediato, y nada se puede demorar. Lo instantáneo domina el mundo, porque hemos perdido el sentido de los ritmos, del paso del tiempo, de los ritos de iniciación que antes nos ayudaban a todos a integrarnos en las comunidades sociales y dar sentido a nuestra vida. Sin olvidar que las cosas más importantes de la vida discurren muy despacio y, además, no debemos olvidar que «no ganan siempre los buenos, ganan los que luchan».
Como decía María Zambrano, «vivir es anhelar y bajo el anhelo, la avidez, el apetito desde lo más adentro, el hambre originaria. Hambre de todo, hambre indiferenciada». Es así como podemos acceder al «mar sin límite de las vibraciones de la vida».
Cuando el único sentido es el de vivir el mismo presente todos los días, a la manera de un eterno día de la marmota, como en la magnífica película de Bill Murray 'Atrapado en el tiempo', ¿qué sentido tiene la vida? Si a ello unimos la pérdida y desprestigio de los grandes relatos ideológicos y religiosos que daban sentido a la vida, ¿qué nos queda? Curiosamente, aquellos que abogan por la muerte de Dios, saben que también están abogando por la muerte del sentido, o, como decía Dostoyevski en 'Los hermanos Karamazov', «si Dios no existe, todo está permitido».
Hay una derivada de la falta de sentido relacionada con la Responsabilidad Social e Individual. La responsabilidad es la conciencia del impacto que las acciones propias (como individuo o como organización) tienen sobre los demás y sobre el mundo. Cuando uno no alcanza a entender el sentido de las cosas ni de su propia vida, tampoco le importa nada el impacto de sus decisiones sobre sí mismo o sobre los demás, porque –a fin de cuentas– darle un sentido a la vida es ser consciente del impacto que tengo en los demás.
Hay una película fantástica de Frank Capra, donde podemos vislumbrar esta relación: 'Qué bello es vivir'. El protagonista (el inconmensurable James Stewart) se da cuenta de que su vida tiene sentido cuando un 'ángel' le hace ver qué hubiera sido de la vida de los demás si él no hubiera existido. El sentido lo da la conciencia del impacto. La conciencia del impacto es la esencia de la responsabilidad.
Si queremos que nuestros jóvenes encuentren un sentido, tenemos que ofrecerles experiencias de aprendizaje donde se den cuenta del impacto que tienen en la vida de los demás, las pequeñas y grandes decisiones que toman para no 'resbalar' por la vida como inocentes marionetas, para no ser manipulados. Solo entonces podrán ser responsables, y podrán vislumbrar un sentido a su existencia y a la de los demás. Y, como dice el Cholo Simeone, «si se cree y se trabaja, se puede»
Por cierto, la única debilidad que le conozco a Alfredo es su pasión por el Atlético de Madrid: «Somos el equipo del pueblo», pero Madrid es una gran ciudad.
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