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Parece que la miseria no tiene fin. A saber si tiene principio. Laura Borràs dejó el otro día sobre la mesa un acto para reflexionar sobre el asunto. El juego de palabras es barato. Borràs se echó al barro. Se acabó de enfangar. Se fue ... a jalear –y sobre todo a que la jalearan– a los conspiracionistas del independentismo. Esa gente que acarrea un agravio –o una desgracia– doble. España les roba y España les miente. Y los mata. Laura Borràs sabe que no es así. Pero ya lleva mucho tramo recorrido como para desandar el camino. A ella la han dejado fuera de juego los suyos, o una parte importante de los que ella consideraba suyos, en ese fuego cruzado que hay abierto en el independentismo.
Borràs sabe que la desgracia que ocurrió hace cinco años en Las Ramblas, aquel brutal acto terrorista, fue eso, un atentado terrorista. Pero ahora, despechada, desbancada de la presidencia del Parlament, se va donde van los afrentados y los descolocados. Al extremo del extremo. A rugir contra el sistema y romperle las vidrieras porque la bajaron del escaparate. La llaman 'La Gegant del Pi' en referencia a esos muñecos gigantes que hay en la basílica de Santa María del Pi en Barcelona. El apodo es cuestionable pero en cualquier caso, más que a su estatura, el sobrenombre se ajusta a su concepción de la política. Un carnaval de gigantes y cabezudos. Una pantomima en la que arden fuegos artificiales y se venden entradas para ver a la mujer barbuda o al hombre con cuatro brazos. Una fantasía. La República Catalana del Minuto. Esa que proclamó y desesproclamó su ídolo Puigdemont en un auténtico ejercicio de trilero.
Acusada de malversación, prevaricación y falsedad documental, apeada con palanca de la presidencia del Parlament, Borràs sufrió en Las Ramblas un golpe de calor político y confundió la infamia con la dignidad. La miseria con la reivindicación. Poco le importó que a su lado hubiera familiares de los asesinados por el fundamentalismo o víctimas de aquellos atentados. Importaba la carroña. El trozo de carne que se le pudiera arrebatar a los caídos. Hay que alimentarse. No importa de qué ni a costa de qué. Debe de ser duro y difícil ser desalojado del poder, ser cuestionado por quienes te han dado animosas palmadas en la espalda. Pero hay muchas otras formas de enfrentar las bajezas de la política o de la propia condición humana. Desde el silencio a la altura de miras. Algo, al parecer, desconocido por Laura Borràs, que ante la presunta ruindad ajena prefiere subir –bajar– la apuesta hasta arrastrarla por el barro. Probablemente sin pensar que en esa maniobra quien acaba en el fango es ella misma.
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