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Los peores gobernantes son aquellos que basan su actuación en avivar el odio entre las personas por motivos que suelen ser tan variados como estúpidos. ... Muchos de los mayores genocidas pertenecen a esta despreciable categoría de instigadores del odio. Otros, afortunadamente, se quedaron en aprendices, aunque intentaron con insistencia prender los fuegos de las bajas pasiones que a todos nos acechan. Ya conocen las consecuencias que estos odios han tenido a lo largo de la historia. Y, tristemente, las que siguen teniendo en muchos lugares del mundo, y no solo en Ucrania.
Cuando los más optimistas veíamos que la humanidad mejoraba con paso decidido según muchos indicadores, impulsada por avances en la ciencia y la tecnología, ha resultado que las reservas de odio, en lugar de irse gastando, se han ido rellenando. Resulta atinada la definición de la palabra odio que da el diccionario de la Real Academia Española: «Antipatía y aversión hacia alguien cuyo mal se desea». En muchos casos esto implica que los odiadores están más que dispuestos a aceptar en ellos mismos cualquier mal con tal de que también le llegue a los que detestan. Esto siempre me ha parecido una muestra de muy pocas luces, como bien describe el dicho 'mal de muchos, consuelo de tontos'.
El odio al diferente ha sido siempre muy fácil de promover. En nombre de un distinto color, idioma o religión, se han cometido innumerables tropelías. Pero como bien sabemos los españoles, que somos unos expertos, y líderes mundiales en enfrentamientos fratricidas, el odio puede anidar también entre iguales. Lo cierto es que resulta tremendamente sencillo fabricar y avivar las diferencias, aun cuando estas sean minúsculas. Y construir sobre ellas un relato que justifique cualquier atrocidad posterior. El otro se convierte en alguien diferente, sin alma ni rostro, al que deseamos todos los males y queremos que desaparezca.
A pesar de todos los avivadores de diferencias, la realidad es que los seres humanos somos todos muy parecidos. Lo que nos distingue son detalles puramente superficiales o artificiosamente creados. Durante varias décadas he tenido la suerte de poder observar en sus actividades cotidianas a muchas personas que han pasado por mi laboratorio en la Universidad de Murcia provenientes de casi todos los rincones del mundo. Cada uno de ellos llegaba con una mochila propia llena de diversas experiencias culturales y vitales. En Espinardo, han convivido sin mayores dificultades un paquistaní y un hindú. Sus países, artificialmente divididos, se encuentran en conflicto permanente, del que se oye poco, pero que entraña un grave riesgo por tratarse ambos de potencias nucleares. Hace ya algún tiempo, aquí se enamoraron un ruso de San Petersburgo y una ucraniana de Leópolis. Las diferencias que pudiera haber entre ellos nunca me parecieron mayores que las que puedo encontrar entre una cartagenera y un conquense. Un estudiante iraní ha compartido vinos y tapas con un norteamericano que pasó una temporada con nosotros. No creo que nunca llegaran a rememorar lo que a ambos les habían contado del asalto de la embajada de EE UU en Teherán en 1979 y la permanente crisis posterior entre los dos países. El joven chino recién llegado ha aprendido rápidamente a pedir una 'clara' y comparte, aunque con un estilo peculiar, los bailes con el grupo de colombianos. Todos ellos están juntos con la ilusión por labrarse un futuro, por aprender, por vivir. Sin encontrar en todas sus posibles diferencias ninguna razón para el odio.
Dejando al margen estos ejemplos personales, los procesos de generación de odio colectivo suelen seguir dinámicas bien orquestadas. Alguien tiene un interés y se organiza un plan, que, de manera similar a un cáncer, se extiende por la sociedad. Sin tener la necesidad de irnos muy lejos, el proceso independentista en Cataluña es un triste ejemplo en el que los políticos se han esforzado en crear divisiones que se han ido profundizando sin que parezca que la convivencia vuelva en mucho tiempo a la situación de normalidad de hace unas décadas.
En la misma Ucrania, puede parecer ahora extraño saber que hace menos de 10 años, más de un 80% de su población tenía una buena opinión de sus vecinos rusos. Este número se había reducido a menos del 20% a primeros de este año, y pueden imaginar que tras el horror de la invasión de estas semanas ya no quedará nadie en la estadística. Los muertos, heridos y desplazados son sin duda una buena razón para que el odio se mantenga durante mucho tiempo, sea cual sea el desenlace de la guerra.
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