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Asómate al balcón

El contacto humano, aunque limitado a un aspecto meramente visual, quizás humanice los entornos

Lunes, 25 de noviembre 2019, 08:56

Hay una manera de pasear por la ciudad: solo, despreocupado, con la mente abstraída en disquisiciones varias. En este deambular sin propósito se distrae la mirada ausente por trayectos conocidos, sin suscitar interés alguno las peculiaridades de un entorno de sobra recorrido, al que estamos habituados. Si acaso nos saca de ese ensimismamiento avistar alguna cara conocida o reparar como de pasada en algún detalle curioso hasta entonces inadvertido. Es una forma de relajarse desenfadada, alejando preocupaciones, sin la intención en ese caminar de obtener réditos de cualquier tipo. Como podría ser si nos dedicáramos, como sesudos semiólogos aficionados, a escudriñar claves en apariencia sin importancia impresas en el conjunto ciudadano que nos rodea. No aspiramos a levantar acta, por ejemplo, de la evolución histórica experimentada por nuestra ciudad, observando los vestigios y las huellas que la mano del tiempo ha ido marcando sobre calles, plazas, fachadas o pasajes. Como pobres imitadores de los célebres 'flaneurs' parisinos, al estilo de Baudelaire, enfrascados en la tarea de alumbrar el espíritu subyacente de la ciudad, su 'spleen'. O si acaso como Walter Benjamin cuando, en sus caminatas por los pasajes de París, pretendía descubrir las raíces ocultas sobre las que, según su apreciación, se asentaba la modernidad. Ahí es nada.

Pero si, con espíritu curioso, de vez en cuando esbozamos una mirada alrededor, podríamos reparar con sorpresa en innumerables aspectos atractivos, añadidos a nuestro conocimiento del entramado ciudadano. Es una satisfacción a nuestro alcance por el simple hecho de dirigir la mirada -habitualmente enfocada al nivel de lo que visualizan los ojos, a ras de nuestro horizonte- y la orientamos hacia la observación de ese espectáculo regalado que nos ofrece el conjunto de calles y fachadas por el que discurre la convivencia cotidiana. Podremos de este modo apreciar, entre múltiples características curiosas, los balcones. Una pieza arquitectónica esencial en el diseño de los edificios, concebidos inicialmente para refrescar las estancias, al establecer corrientes de aire desde el exterior. Pero a los que añadir un destacado papel ornamental, amén de una compleja diversidad de funciones añadidas. En estas ojeadas, veríamos un variado muestrario de formas y tamaños: funcionales, estilizados, de líneas simples, de piedra, metálicos, barrocos, con ajimeces, balaustradas o simples barandillas. Suscitan nuestro interés, por su valor estético, los adornados con admirables filigranas de rejería -una dedicación actualmente en desuso- que confieren nobleza y señorío a no pocos frontispicios tradicionales.

Ese paseante embelesado puede entretener el magín curioseando. Verá aquellos balcones que lucen bellamente dispuestos con macetas y tiestos, convertidos en cuadros urbanos que se exponen a la contemplación pública, cuando sobreviene la explosión floral de primavera, abarrotados de geranios y claveles. También los hay con cierto desorden. Convertidos por el sentido práctico del vivir cotidiano en espacios ganados a la angostura de los pisos, sirven como improvisados espacios para tender la ropa o colocar aparatos de aire acondicionado, en un guiño insospechado a su primitiva concepción. Sin embargo, cabría resaltar, entre tantas utilidades, su aplicación como espacios en los que ejercer la convivencia, en el caso de estar abocados a calles o plazas transitadas, como por ejemplo el balconear, hoy en desuso. O para mirar, actividad en franco declive en los modernos diseños urbanos, a no ser que en las nuevas avenidas nos dediquemos a contemplar el tráfico rodado.

Pese a todo, los balcones conservan usos destacados en la sociedad urbana. Qué otro si no es su relevante cometido en la actualidad, cuando asistimos a un despliegue de símbolos, lazos y banderas para reivindicar toda suerte de opciones y tendencias políticas o sociales. En este cometido, sustitutos de los balcones ricamente enjaezados con cobertores y delicados mantones, bordados de brillante color, expuestos durante las festividades solemnes. Como la entrañable costumbre de colgar durante todo el año la palma con la que participábamos en la procesión del Domingo de Ramos y que persiste a duras penas. O púlpitos privilegiados desde los que se han emitido proclamas históricas, gracias al inigualable poder de convicción de la palabra, para enardecer a la multitud congregada a sus pies. En una deriva escasamente utilitaria, no está de más la añoranza de los balcones

Las tendencias actuales de los urbanistas, en consonancia con la evolución de la sociedad, sin duda han relegado buena parte de las funciones descritas. El contacto humano, aunque limitado a un aspecto meramente visual, quizás humanice los entornos. De modo que contribuya a que, al bienestar del cuerpo y de la mente, se una el social, trípode indispensable para un completo y satisfactorio estado de salud.

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