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La propuesta de separar a Cataluña del resto de España está de moda. Una estimación razonable es que entre tres y cuatro de cada diez catalanes la apoyan, una proporción alta, pero todavía no mayoritaria. Se reduce a entre uno y dos de cada diez en el resto de España, a la que desde ahora llamaré Hemiespaña para evitar circunloquios y hacer ver que, amputada de Cataluña, no merecería el nombre de España.
No lejos de esa fracción estaría el resultado del referéndum en España que Sánchez, nuestro presidente en funciones, está negociando con el PSC y ERC. Habida cuenta de que en Hemiespaña hay aproximadamente cinco electores por cada catalán, la media ponderada de partidarios de la separación en el total español oscilaría entre trece y veintitrés de cada cien. No habría, pues, base electoral suficiente para la separación, cosa que saben perfectamente los separatistas y por eso reclaman el derecho a decidir, a la autodeterminación, que no es otra cosa que el derecho a que los hemiespañoles no decidan.
Más interesante que esa constatación estadística es exponer los motivos que nos llevan a algunos a oponernos a la separación, sobre todo visto que ya varios conocidos me han formulado una pregunta aparentemente sensata: si ellos quieren separarse, ¿a nosotros que más nos da que se separen? Quienes se formulan esa pregunta suelen pensar que la base fundamental del españolismo es la tradición: Cataluña nunca ha sido una nación independiente, ni nunca ha estado dotada de su propio Estado y, por tanto, que siga como región o nacionalidad en España se corresponde a la realidad histórica. El campo españolista se vería muy debilitado si ese fuese el único argumento contra la separación, pero nos va bastante más en ello que la mera continuidad histórica de la nación española.
Pues bien, para empezar Hemiespaña carecería de frontera terrestre con Francia y, por tanto, con la Europa continental. Las consecuencias de esa incomunicación para el trasporte de mercancías y el desplazamiento de viajeros serían graves, con lo que nuestras exportaciones y el sector turístico resultarían muy perjudicados. Dado que se trata de dos componentes esenciales de la economía hemiespañola, y también de la murciana, no hay duda de que la renta disponible de hemiespañoles y murcianos decrecería. Si, como es previsible, la Cataluña escindida quedase fuera de la Unión Europea, el daño sería todavía más intenso: no tendríamos frontera terrestre con la UE, sino con un país con el que es difícil pensar que las relaciones serían amistosas durante más de una generación.
Para seguir, Cataluña representa cerca de la quinta parte del producto interior bruto español, de modo que Hemiespaña vería automáticamente reducida su dotación a poco más de las cuatro quintas partes de la actual. Un pensionista hemiespañol pasaría a recibir ochocientos treinta euros por cada mil que recibiese como español. Esa riqueza acumulada en Cataluña no se debe solo a la laboriosidad y creatividad comercial de los catalanes, como parecen creer los supremacistas de aquel territorio, sino también a las continuas ventajas legislativas, fiscales e inversoras que, desde Felipe V, vienen disfrutando en detrimento de Hemiespaña: protección al textil catalán, inversiones en industrias químicas y automovilísticas bajo el franquismo, preferencia a las redes de ferrocarriles novedosos en esta etapa democrática, etc. Toda esa riqueza, a la que Hemiespaña ha contribuido de forma decisiva, quedaría expoliada a favor de la Cataluña escindida.
Una de las primeras decisiones del gobierno de Zapatero fue suspender el trasvase de agua del Ebro al Segura, una obra ambiciosa que estaba ya en marcha, si bien en una etapa incipiente. La ministra Narbona impulsó un extenso programa sustitutivo de desaladoras, con impuesto revolucionario a cargo de las empresas para hacer propaganda de su opción política, y nada quedó de aquel racional Plan Hidrológico Nacional. Es obvio que en Hemiespaña no sería factible ese trasvase, a no ser que los hemiespañoles convenciesen a sus compatriotas aragoneses de realizarlo aguas arriba de la frontera con la Cataluña escindida.
Las consecuencias negativas de la nueva frontera para la Defensa me resultan más difíciles de evaluar, pero seguro que existen: quedaríamos aislados por vía terrestre de nuestros aliados de la OTAN y, eventualmente, de un futuro ejército europeo. Las amenazas provenientes del islamismo expansivo se agravarían.
Por no hablar de la amputación cultural y deportiva: ni el Barcelona podría jugar en las competiciones hemiespañolas, ni las selecciones deportivas hemiespañolas contarían con los excelentes jugadores catalanes y se agostaría la caudalosa fuente de científicos, novelistas y cantantes catalanes que trabajan en español. Adiós a los Guardiola, Esteller, Marsé y Serrat del futuro. Como aficionado al fútbol, la ciencia, la literatura y las canciones, me niego.
Ya se ve que nos jugamos bastante más que nuestra continuidad histórica.
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