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Estoy en la churrería de Lo Ferro, el pasado viernes, durante su festival flamenco. Necesito acumular glucosa para sumergirme en una larga noche de concurso que acabará con una actuación estelar, llena de energía y belleza, de Joaquín Grilo y Cynthia Cano.
En ese momento ... no hay casi nadie en la terraza del kiosco. Yo, en una mesa, y un grupo de adolescentes magrebíes que toman asiento justo en la mesa vecina. Noto que hablan indistintamente en árabe dialectal marroquí y en castellano, un castellano pronunciado perfectamente, con sus eses incluidas. Entiendo, más o menos, también cuando hablan en árabe. En un momento determinado uno de ellos se acerca a pedirme la hora. Deben de tener límites para la vuelta a sus casas.
Al que se acerca, le advierto de broma: «También os entiendo cuando habláis en árabe, ¿vale? Así que cuidado con lo que decís». No se lo toman en serio, pero me ponen a prueba, me piden que les diga cómo se dice en árabe tal o cual palabra. Salgo airoso del examen. Es más, como noto que ya todo es en ellos una mezcla, como su idioma, les digo jocoso y un poco de farol: «Yo hablo mejor que vosotros, porque sé el árabe clásico, y vosotros no».
Han hablado de notas escolares, de una compañera española, al parecer guapa. Les desafío: «¿Cómo se dice eres muy guapa?». Se sorprenden. Les digo la frase en árabe dialectal y asienten riendo. Insisto: «Ahora decídmela vosotros en árabe clásico». No saben. Se lo digo yo y, tras un breve murmullo entre ellos, uno me contesta: «Ah, eso es como hablan esos de Arabia Saudí o de por ahí». Me lo dice como si hablara de un país tan lejano y exótico como para un español. La distancia es ya para ellos más psicológica y cultural que geográfica, como para nosotros.
Me levanto, me despido y me dirijo hacia el recinto del festival. Antes, de nuevo, me piden la hora, ya resueltamente en árabe. Me pregunto qué será de ellos, magrebíes y españoles, o quizás ya ninguna de las dos cosas. Estarán integrados entre nosotros, o quizás nunca se sentirán integrados, y se volverán un día, resentidos y maltratados, contra su tierra de acogida. No lo sé. Pero sé que son adolescentes con los mismos juegos, anhelos, inquietudes y azogues que cualquier otro chico. Y con los mismos derechos. Y que como aquellos niños del Pireo de la vieja canción pasean sus sueños «bajo el cielo tan azul» de Lo Ferro.
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