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Kafka trabajó en Assecurazione Generali, una empresa aseguradora de accidentes laborales. Sus informes sobre accidentes de operarios eran impecables. Puede uno imaginárselo en aquellas oficinas de la Praga previa a la Gran Guerra afilando los argumentos entre los intereses de las empresas y la aseguradora. ... Empresas que procuraban no ser calificadas de alto riesgo para que las primas no fueran altas. Hay analistas que atribuyen sus inquietantes novelas a su experiencia directa de la burocracia emergente de principio del siglo XX. Ha quedado para la historia la denominación de 'kafkianas' a aquellas situaciones en las que una máquina organizativa actúa desprovista de razón de ser.
Por esa misma época, Max Weber denominó su visión sobre la creciente burocratización de la vida como «jaula de hierro». En la película 'Living' de Oliver Hermanus, un funcionario municipal vive en esa jaula y maniobra en ella para llevar a cabo una buena obra con kafkiana dificultad. En su trabajo estaba mal visto que la columna de expedientes perdiera altura; unos departamentos saboteaban a otros y los expedientes iban y venían sin responder a las necesidades ciudadanas.
En el ya mítico 11-S se supo, tras el desconcierto inicial, que los terroristas estaban aprendiendo a volar sin mostrar interés por saber cómo se aterrizaba. Conocido esto por una de las oficinas locales del FBI, el informe no llegó a donde debía ser interpretado; además esta célebre agencia tampoco se llevaba bien con la CIA, con la consecuencia de que esta le ocultaba información mezclándola con numerosos expedientes banales.
En la madrugada del domingo 1 de octubre de 2023, un incendio pavoroso abrasó a 13 personas en una discoteca de la ciudad de Murcia. La secuencia informativa en los medios de comunicación fue crecientemente dramática. Fuego, acción de todos los dispositivos de bomberos disponibles; horror, asistencia a quienes no daban con sus familiares sospechando que estuviesen dentro; dificultad de reconocimiento de cadáveres; testimonios de testigos y audios telefónicos de un dramatismo difícil de superar de víctimas que anticipaban su muerte. Ningún dolor fue ahorrado. Pero todo parecía quedar en un caso de mala suerte, cuyo inicio causal aún estaba por establecer.
Pero este país ya tiene experiencia en errores y colusiones que conducen a los ciudadanos a situaciones de peligro extremo. Y este caso no podía librarse. Por una parte, parece extenderse la idea libertaria de aumentar la velocidad de tramitación para la obtención de permisos. A lo que se añade un, desde luego kafkiano, cruce de expedientes y una no menos extraña omisión en el cierre de los locales afectados en la que da pudor ni siquiera considerar cualquier insoportable cohecho.
No voy a entrar en detalles. Ya la prensa, y en especial este periódico, los ha dado a una velocidad que ha reducido al mínimo los minutos transcurridos entre el conocimiento del dato y su transmisión al público. Pero si una orden explícita no ha sido cumplida y los que la emiten no parecen haber advertido ese flagrante incumplimiento no se piense que esto es una excepción: la construcción al gusto en la huerta de Murcia es la prueba de que las autoridades no son dadas a ponerse enérgicas, por si tiene efectos electorales. Las sucesivas amnistías, perdón por la palabra, a estas casas entre tahúllas nunca atendidas por los infractores no dan lugar a derribos ejemplares, ni siquiera de carácter simbólico en una chimenea. En los años ochenta y noventa hubo tres derribos que alcanzan el nivel de mito a estudiar en las escuelas administrativas.
Si ahora se dice que hay más discotecas que deberían estar cerradas se empezará a comprender de qué estamos hablando. Recordarán que el anuncio fallido por parte de la Aemet de un vendaval sobre Madrid provocó la incomodidad de su alcalde porque tal anuncio habría mermado el negocio hostelero ese día. Si el pueblo es feliz en las discotecas, ¿con qué 'derecho' las vamos a cerrar, sea cual sea el estado de su expediente burocrático o el estado de despiste institucional que lo hace posible? Todo esto responde a una incapacidad de comprender las consecuencias terribles de enervar determinados actos administrativos, aparentemente banales y evidentemente enojosos para la acción empresarial, pensando que son complicaciones de un espíritu timorato que interpone arbitrariamente trabas a la realidad de las cosas.
Se olvida que una licencia no es una disciplina absurda, sino que debe ser la garantía, entre otros fines, de que la distribución interior de un local no es un laberinto sin salida en caso de que se desate un infierno. Félix Candela decía que, tras los terremotos, las vigas aumentan su tamaño y resistencia hasta que se olvida la catástrofe y empiezan a disminuir a la espera del próximo ataque de la naturaleza. Es ese espíritu el que, probablemente, esté detrás de este drama. Las instituciones están, además de para castigar a los empresarios aventureros que porfían por abrir sus negocios mientras alivian sus gastos en seguridad, para, sobre todo, impedir el dolor ajeno teniendo fe en sus propios protocolos, aplicándolos y corrigiéndolos sin dejarse llevar por un castizo, y ahora sabemos que kafkiano y letal, «no pasa nada».
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