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Javier dejó el 'Crepúsculo de los Ídolos' en la mesilla y complacido se durmió pensando en la frase del aforismo 36: «El enfermo es un parásito de la sociedad. En cierto estado, es indecente vivir aún más tiempo. Continuar vegetando en cobarde dependencia de médicos ... y artefactos...». Eso era: había que acabar con esa manía de los zurdos de compadecerse de los débiles. Él se sentía fuerte, dispuesto a sufrir, a triunfar y a fracasar. Estaba dispuesto a desafiar al mundo. La libertad como la entiende este pendejo de Friedrich es mi libertad. ¡Fuera la sanidad pública! ¡Qué sabio! ¡Hace más de un siglo!
Santiago se recostó en el sofá y miró complacido hacia la bandera de doscientos cincuenta metros cuadrados que ondeaba poniendo a prueba el mástil de acero. Dejó a un lado el libro después de subrayar aquel extraordinario párrafo: «... lo esencial en una buena y saludable aristocracia es que... con buena conciencia acepte el sacrificio de un sinnúmero de personas que por causa de ella tienen que ser oprimidas y reducidas a seres incompletos, a esclavos, a instrumentos...». Ya era hora de que alguien dijera la verdad. Llamó a Javier entusiasmado. «Javi, tienes que venir a Madrid. Acabo de leer el párrafo 258 de 'Más Allá del Bien y del Mal' y es justo lo que nosotros podemos aportar a tus ideas de libertad. Voy a hablar con el Instituto Juan de Mariana para que te den una medalla y hablamos...».
Irene se desperezó y miró asombrada el libro que acababa de dejar encima de la mesilla de noche. Era 'Sobre la Verdad y la Mentira en el Sentido Extramoral'. ¡Qué barbaridad! Allí estaba toda Judith Bartlett. Lo leyó de nuevo: «Separamos las cosas según el género, designando el árbol como masculino y la planta como femenino. ¡Qué asignaciones tan arbitrarias!». Allí estaba el final de lo binario, la muerte de las diferencias. ¿Hombre y mujer? ¿Quién lo dice? Llamó a su secretaria de Estado y casi le gritó: «¡Vamos a hacer una ley de libertad sexual con la que pasaremos a la historia!». Llamó a Pablo: «¡No dimitas!». Desgraciadamente, ya había apretado la tecla Enter de Twitter. Era tarde.
Pedro miró en la 'tablet' y no podía creerlo. En el mismo libro que estaba leyendo Santiago, en su párrafo 208 decía: «Esto (la desintegración de Europa) no lo digo porque lo desee: más bien lo contrario sería de mi agrado –me refiero a un incremento tal de la amenaza por parte de Rusia que Europa se viese obligada a volverse igualmente amenazante, esto es, a adquirir una sola voluntad por medio de una nueva casta que dominara sobre Europa, de una voluntad propia duradera, temible, que pudiera fijarse metas durante miles de años– para que la larga comedia de su fragmentación en pequeños Estados y sus veleidades tanto dinásticas como democráticas se diesen al fin por concluidas». Allí estaba la propuesta de un continente imperial que sin democracia se erigiera en superpotencia mundial. Se quedó meditando: ¿Habrá que repensar la Unión Europea?
Alberto, al leer aquello, interrumpió escandalizado sus reflexiones sobre cómo sabotear la campaña de su partido. En una reunión, Santiago le había dejado un libro de Friedrich. No podía soportarlo. ¡Qué barbaridad! Se llamaba 'El Anticristo' y en su párrafo 62 decía: «Yo condeno al cristianismo, yo presento contra la Iglesia cristiana la más terrible de todas las acusaciones que jamás un acusador ha tenido en la boca. Ella es para mí la máxima de todas las corrupciones concebibles». ¿Por qué leía aquello Santiago? ¿Es que la nueva extrema derecha era anticristiana? Empezó a tener dudas sobre sus alianzas.
Javier y Santiago brindaron con cerveza por la nueva alianza en una cafetería de la calle Núñez de Balboa: «¡Por Friedrich, por la motosierra!». En la mesa de al lado estaba Arturo con Augusto el pintor. Ya tenían a su alcance la libertad económica, la del enriquecimiento ilimitado sin el robo de los impuestos, como expresión de la superioridad sobre el rebaño de borregos. La libertad de poder llamar a cada cosa por su nombre como el Papa cuando el Espíritu Santo le colgaba el móvil o como Pérez llamando asesino al presidente. Con Santiago y lo que representaba se podría someter cualquier rebeldía, como hizo en Chile aquel Pinocho adelantado. Primero habría que permitir una Europa de las Naciones, con Marie, Georgia, Viktor... cuyo belicismo abriera las puertas a la Europa del Reich milenario. Luego ya acabarían con lo que odiaban: lo que representan Irene (progresismo), Pedro (socialismo), Alberto (cobardía política) y ese pueblo extraño que respetamos contra el islam, pero que nos envió astutamente un crucificado compasivo para socavar nuestros valores. Los valores del abismo.
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