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Después de buscar trabajo durante cuatro años, una joven arquitecta, Carla, decidió luchar y, asombrosamente, estudió Medicina. Hoy es una experta notable en su especialidad: la rehabilitación de cuerpos dañados por los accidentes mecánicos o vasculares. Se hacen una idea del tesón y la inteligencia ... de esta joven mujer. El extraño caso es ejemplar en cuanto a coraje personal, pero también un aviso sonoro del fracaso del sistema que tan rutinariamente da títulos a más de un millón de jóvenes cada, pongamos, seis años para que al terminar adviertan que la sociedad no está esperándolos; rompiéndose así ese virtuoso intercambio entre el individuo que contribuye con su trabajo al bienestar general y la sociedad que lo compensa económicamente. Un pacto que posibilita las bases materiales de una vida. Un pacto cuya ruptura unilateral es ya un hecho.
Este es el momento en el que el neoliberalismo está cumpliendo su sueño húmedo. El sueño del economista libertario Friedrich Hayek. Cuando este premio Nobel escribía su libro 'Los fundamentos de la libertad', que dicen era el libro de cabecera de Margaret Thatcher, no se daban las condiciones tecnológicas para aplicar su programa radical. Para él la sociedad debe evolucionar exclusivamente por el esfuerzo y el mérito individual. Pero era un programa complicado de aplicar en esos años en que el esfuerzo colectivo para ganar la guerra mundial facilitó la consolidación de un ideal de cooperación y solidaridad entre individuos en forma de victorias de la socialdemocracia en Europa.
Sin embargo, en esos mismos años se estaban estableciendo las condiciones para que ese programa fuera posible. A mediados del siglo XX, de Gödel a Neumann, pasando por Alan Turing y tantos otros, desarrollaron incipientemente la computación sobre la que surgió internet desde un programa militar norteamericano hasta llegar a la actual World Wide Web, que se ha extendido como una tela de araña sobre todo el planeta, tal como soñó el jesuita Teilhard de Chardin. Y si él pronosticaba un punto 'omega' religioso, a lo que hemos llegado es a un punto 'delta' de destrucción de la capacidad humana de resistir la presión al expandirse las obligaciones laborales sin límite gracias a las redes. Porque esa tecnología es la base de la economía de la optimización mediante las aplicaciones que llevamos en nuestros móviles, haciendo posible el sueño de Hayek. Una tecnología perfecta conductora de rentas hacia determinadas manos.
En efecto, tendemos a un tipo de sociedad de falsos autónomos que para algunos es el paraíso de la libertad personal. Así, uno es su jefe y su empleado. Ya no hace falta vigilancia, el capataz está dentro de los jóvenes que caen como moscas porque sus alas académicas están atrofiadas. Autónomos que no podrán quejarse a nadie, ni siquiera cuando enfermen, pues la suma de precariedad y sanidad privada es letal, ahora que la sanidad pública está siendo minada por los discípulos de Hayek. Epígonos que llevan su fe en la meritocracia a la puerta del hospital, si no a la del tanatorio. Una falacia moderna, la de la meritocracia, insostenible en los términos sugeridos desde el momento que no es ni el estudio ni el esfuerzo el que garantiza el nivel de vida, sino la victoria, como sea, sobre el que te disputa uno de los escasos puestos en la estructura de las élites.
No sé si las cosas pueden ser de otra manera, porque el mismo que sufre esta nueva forma de explotación seguramente actuaría igual si la fortuna lo colocara en uno de los puestos de privilegio. Por cierto, la prueba del algodón de un libertario que crea en el mérito es su posición ante la herencia y la educación en centros exclusivos.
No todos pueden o saben estudiar dos carreras y dar un giro a sus vidas de esta naturaleza. La generalización de la tecnología de plataformas atomiza a la masa de jóvenes con o sin estudios. Los disuelve como clase social y hace de sus vidas lo que estamos viendo: imposibilidad, que pronto será incapacidad, para mantener vínculos estables, ya sentimentales, ya profesionales, siendo claramente susceptibles de padecer desánimo, depresión y, al cabo, enfermedades mentales que habrán de administrar en soledad cuando las fuerzas les falten. Y todo ello mientras tropiezan en las calles mirando distraídos sus móviles.
La política no ha encontrado solución a estos problemas por la esterilidad que los gobiernos muestran ante las poderosas empresas que controlan estos flujos de renta. Pero la política es la última esperanza para reconducir estos efectos negativos de la locura libertaria. Pero el caso es que muchos jóvenes votan sin hacer este tipo de consideraciones poniendo sus destinos en manos de los que trabajan para desnudar sus esperanzas.
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