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En una entrevista reciente, Emilio Lledó, premio Príncipe de Asturias y con una envidiable lucidez a sus 96 años, decía que «estos libros me demuestran que la vida tiene sentido». Es difícil no estar de acuerdo y pensar que las palabras son capaces de acercarnos, ... pero también de iniciar problemas sin fin.
Uno de los conflictos, pacíficos eso sí, más pronunciado entre los politólogos es de qué hablamos cuando, parafraseando a Raymond Carver, hablamos de democracia. Uno de los consensos básicos es que, como mínimo, deben darse condiciones igualitarias en la competencia electoral y debe haber, periódicamente, elecciones libres. Pareciera fácil pero no lo es. Hay varios organismos internacionales que, anualmente, sacan informes sobre el estado de la democracia en el mundo. Sus conclusiones son pesimistas. Casi 7 de cada 10 habitantes viven en regímenes no democráticos. Una de las politólogas más influyentes, Pippa Norris, constituyó, hace unos años, el Electoral Integrity Proyect que clasifica la democracia de los países en función de su nivel de limpieza y competencia electoral. Lo más básico de todo. El informe de 2023 ha sido realmente demoledor. Algunos de nuestros vecinos más cercanos, como Marruecos, anda en las profundidades abisales. En América, encabezan el listado Uruguay y Canadá, mientras que Estados Unidos, por ejemplo, está en el puesto 17. En Europa, son Finlandia y Dinamarca las que ocupan las primeras posiciones mientras que España, qué casualidad, también se sitúa en el puesto 17, detrás de países como Lituania, Eslovenia, Estonia, República Checa... Países, hemos de recordar, que hasta hace poco tenían regímenes comunistas. Podemos pensar que no todo está perdido si Polonia y Hungría están después que nosotros en el listado. Aunque no sé si, a pesar de los niveles alcohólicos de estos días, a alguien le servirá de consuelo.
En los últimos tiempos son muy abundantes las reflexiones, fuera del ámbito académico, sobre el futuro inmediato de la democracia. Y si algo tienen en común es el pesimismo. Parecen ya lejanas en el tiempo las opiniones que auguraban la expansión de la democracia a nivel planetario. Cada vez que el régimen democrático ha estado en crisis después de la II Guerra Mundial, y ha sido en varias ocasiones como ahora, se han explorado distintas explicaciones. Algunas ligadas a variables económicas, a la corrupción o a la debilidad de las instituciones y del Estado. Estas, por ejemplo, sirven para explicar el triunfo de Javier Milei en Argentina. O la declaración del estado de excepción en Ecuador por el presidente Noboa antes de los dos meses de ser designado. O los casos de El Salvador, o Nicaragua. Por quedarnos cerca en términos lingüísticos.
Una de las interpretaciones más interesantes que ayuda a explicar la fortaleza de ciertas democracias y, en oposición, la debilidad de otras está vinculada a los valores predominantes entre los ciudadanos. El tipo ideal de individuo es aquel comprometido con el funcionamiento y el devenir de su comunidad política; el que asume que el respeto a la diferencia, en todas sus dimensiones, es un valor más que algo que merece nuestro desprecio. En un gran número de casos este ideal no existe. Por eso, en los últimos años, se habla hasta la saciedad de polarización y las posibles causas que la provocan. Debido a que la esencia de la democracia -la confianza, el respeto, la aceptación de la diversidad- cada vez es más inexistente. Lo que predomina es la violencia y la insensatez. Nos percibimos como el santo grial a nosotros mismos y juzgamos a los que no son como nosotros como prescindibles. Los últimos ejemplos nos deprimen. El repugnante juego con el muñeco del presidente del Gobierno recordaba, sin duda, a los tiempos del ascenso del nacismo en Alemania. Y el presidente del Gobierno, comportándose cual Koba 'el terrible', culpando a los demás de la confrontación existente mientras se presentaba como candidato a la santificación, nos hacía llorar. Es cierto. La democracia está en crisis. No son palabras.
Posdata. Es curioso cómo el Gobierno progresista, que se presentó como la última defensa frente a los excesos de la ultraderecha, ha negociado la transferencia de los temas de inmigración para que Junts, si hacemos caso a sus declaraciones, haga en Cataluña lo que la ultraderecha de Vox quiere hacer en toda España. Qué vida, política, más triste.
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