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Pues que corren los días como si de segundos se trataran: rápidos, perdidos, inasibles, y si para finales de octubre ya tenemos los supermercados hasta ... la bandera de polvorones y turrones, ahora casi nos pilla la Semana Santa con el pie cambiado, imagino que porque los súper no pueden poblarse de imágenes religiosas o porque con tanto arancel y alquileres disparados no está la cosa como para hacer muchos planes de escapada semanasantera.
De lo que no cabe duda es de que estamos en el pórtico de una semana que hasta hace unos años era vivida con intenso fervor, natural u obligado, porque recuerdo que, de niña, el Viernes Santo solo se escuchaba en las emisoras de radio música clásica (generalmente fúnebre), y, por descontado, nada de discotecas o de cine. Ahora, cada cual puede cargar estos días de fe, de religiosidad popular (nada que ver con la fe), de escapadas rápidas a la nieve, a la playa, o al duro banco de la galera en que nos haya tocado bogar sin más descanso que el día en color rojo del almanaque.
Y es que esta semana, con un peso sagrado antes, ahora tiene un peso logístico. Un peso de maletas, de reservas imposibles, de llenar el coche y lanzarse a la carretera como si en el fondo siguiéramos yendo al encuentro de algo sagrado, aunque ya no lo llamemos así. ¿Será que, aunque lo ignoremos, seguimos necesitando ese silencio, ese parón, ese recogimiento? Pero ahora lo disfrazamos de senderismo, de spa o de paseo por la orilla del mar. Ansiamos descansar, sí, pero también que el alma respire un poco. Porque, aunque no lo digamos en voz alta, estamos cansados. ¿De qué? De correr sin saber muy bien hacia dónde, cansados de que todo pase tan deprisa que apenas nos reconocemos en el espejo que cada día nos devuelve una cara un poco más adusta, más seria, más ajada por dentro que por fuera.
La Semana Santa, con todo su símbolo y su rito, tenía algo de pausa forzada, de paréntesis necesario. Era como si el mundo se volviera más lento durante unos días, y, aunque uno no creyera en nada trascendente, podía dejarse tocar por esa lentitud. Las procesiones, ese paso casi coreografiado, eran como relojes vivos que marcaban otro tiempo. Un tiempo más denso, más cargado, donde cada gesto parecía poseer un sentido más hondo. Ahora, sin ese ritmo impuesto, nos cuesta mucho encontrar uno propio.
Y, así, muchos nos descubrimos en mitad de esta semana sin saber muy bien qué se espera de nosotros. ¿Debemos descansar, divertirnos, rendir homenaje a la tradición, encontrarnos con los nuestros o con nosotros mismos? La respuesta, como casi siempre, será distinta para cada uno. Quizás haya algo de sabiduría en dejar que estas fechas sean lo que deban ser, sin forzar, sin exigirnos demasiado. Tal vez sea suficiente con permitirse un poco de silencio, un poco de lentitud. Con mirar el cielo, oler la cera en las calles o la primavera que asoma, pensar en nuestros ausentes y en quienes aún permanecen a nuestro lado.
A veces me pregunto si hemos perdido el hilo conductor que tejía los días con un sentido mayor. Si lo sagrado, lo que daba estructura a nuestra vida –llámese religión, creencia, mito o esperanza– ha sido reemplazado por una sucesión de estímulos que no nos dan tiempo ni a pensar qué sentimos. Y, sin embargo, en los días como estos, aún resuena un eco, una memoria antigua que nos recuerda que hubo un tiempo en que el calendario no era solo una cuadrícula con festivos marcados, sino un mapa del alma.
Quizá lo que buscamos, incluso sin saberlo, sea el sentido del tiempo como algo más que productividad o evasión. El tiempo como espacio de sentido, de comunión con los demás y con lo invisible, sea lo que sea eso para cada uno. Y si esta semana todavía puede ofrecernos –aunque sea una migaja de la Verdad–, bienvenidas sean las imágenes, los silencios, los paseos y hasta los atascos.
Quién sabe, tal vez entre el incienso, el salitre y el olor a asfalto caliente, aún se esconda una promesa de algo más grande. Algo que nos recuerde que no estamos corriendo sin sentido, sino intentando, a nuestra manera, no perder del todo el hilo.
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