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Casi 'na'. Esta semana se ha conmemorado el Día de San Patricio, que, aunque solo sea porque se celebra bebiendo cerveza, ya me cae bien ... el santo; el Día del Padre, que por mucha estupidez que se intente arrojar sobre él con relación a los roles, modelos y demás tontunas, no deja de ser un día hermoso que trae a mi memoria el cálido y amoroso abrazo de mi padre; el jueves tuvimos el Día dedicado a la Felicidad, y ayer mismo el de la Poesía...
Si a eso añadimos que estrenamos primavera, que ha llovido (y sigue) como para hacer dimitir a la Virgen de la Cueva por dejar que esto se le haya ido de las manos..., ¿qué más se puede pedir? Por pedir que no quede, y de hecho se hace, aunque luego la vida nos conteste con esa media sonrisa suya tan cínica que viene a decir: «¿Quieres caldo? Pues tres tazas llenas».
Lo de la primavera es curioso. Se supone que es el renacer de todo, el canto a la vida, el momento en que la naturaleza se pone en modo 'flogüer pagüer' de pájaros y campos en flor y, sin embargo, a muchos ―y a muchas― nos pilla con el alma enredada entre el abrigo y la camiseta de manga corta, sin saber muy bien si alegrarnos o empezar a estornudar. Porque no falla: llega marzo y con él las alergias, sus cambios de humor climáticos y ese extraño fenómeno que hace que las terrazas se llenen de gente en mangas de camisa mientras tú, aún con bufanda, te preguntas si eres la única a la que el termostato vital le funciona mal.
Y entre todo esto, el Día de la Poesía. Un día para recordar que las palabras pueden salvarnos... o al menos hacernos compañía mientras el mundo se desmorona un poquito más cada día. Pero lo celebramos como se celebran estas cosas ahora: con un par de citas de Benedetti en redes y alguna estrofa mal encajada de Neruda. Así, en plan rápido, que tampoco estamos para ponernos intensos, no vaya a ser que sintamos algo. Porque sentir, a estas alturas, cansa. Nos hace perder el tiempo. Como si la prisa con la que vivimos nos hubiera convencido de que la emoción es una pérdida de productividad.
Y, por supuesto, el de la Felicidad, que tiene narices que haya que señalarla en el calendario como si no fuera la primera tarea que deberíamos imponernos, pero no esa felicidad de los gurús ni de los libros de autoayuda, sino la íntima sensación de sosiego, de andar en armonía y en paz con los que pensamos, hacemos y decimos. Al final, siempre es tan escurridiza que cuando la encontramos ni nos damos cuenta y solo nos percatamos cuando ya se ha ido. Y ahí sí que no hay santo ni poesía que consuele.
En cuanto a la celebración del Día del Padre..., la verdad, no entiendo tanto debate absurdo sobre si regalar una corbata es machista o si deberíamos cambiarle el nombre por algo más neutro, por aquello de los nuevos modelos de familias. Creo que olvidamos que el verdadero regalo es poder disfrutar en la vida de ese hombre (o figura) que te enseñó a montar en bici o a no tomarte la vida tan en serio. Que bastante en serio se pone ella sola, y mira cómo nos va. Mi padre, por ejemplo, tenía esa sabiduría sencilla de los que saben que la vida es trabajar, querer mucho y quejarse lo justo. Y ahora que no está, cada Día del Padre lo celebro recordando que no hay abrazo que abrigue más que el suyo.
Así que, miren, entre santos bebedores, padres que arropan el alma, poesías que nos rescatan y primaveras que nos confunden, yo esta semana he decidido rendirme, he decidido dejar de intentar entender este mundo que celebra la felicidad un jueves mientras Putin y Trump se reparten Ucrania. Porque, a veces, la vida no es más que eso: una sucesión de días señalados en el calendario para recordarnos que seguimos aquí, intentando no perder el equilibrio entre la risa, la nostalgia y la alergia.
Y eso, créanme, ya es bastante.
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