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Quizá pocos saben que los emoticonos tan usados en WhatsApp del monito tapando ojos, orejas y boca salen en directo en la película 'La nueva ... Cenicienta' protagonizada por Marisol en 1964 mientras canta una canción que dice «Ponte la máscara (...) porque todo el año es Carnaval».
Efectivamente, todo el año, todos los días de él son Carnaval, aunque solo lo celebremos este fin de semana como despepite a los días que le siguen de penitencia y oración. Bueno..., penitencia, penitencia... Algunos también la llevan impuesta en sus vidas de continuo y lo de oración solo queda para cristianos practicantes practicantes (parece que si no se dice dos veces no son todo lo practicantes que deberían ser).
Y es que, aunque nos pongamos el disfraz solo en Carnaval, lo cierto es que vamos por la vida con máscaras de quita y pon. A veces nos disfrazamos de personas serias y responsables en la oficina; de políticos defensores de mujeres acosadas, aunque estemos contando los minutos para salir y tirarnos en el sofá o, directamente, tirarnos (perdón, tirarse) a esas mujeres a las que solo de boquilla se las defendía de individuos como ellos mismos. O nos ponemos la máscara de «a mí no hay quien me sople ni me diga un insulto como 'guapa'», aunque días antes haya sido una misma quien insulte con semejante improperio –piropo en otro tiempo– a un compañero de duelos y quebrantos (Yolanda Díaz dixit).
A mí las máscaras que más me gustan son las de las redes sociales, donde no hay lugar para el dolor o el sufrimiento físico o mental y, aunque en la vida real estemos en pijama y con solo un táper de comida caducada en el frigo, nos ponemos en los filos de los abismos, literalmente, para sacarnos la foto de las mejores vacaciones de nuestra vida y sonreímos con dientes vaciados para enfundarlos en pequeñas máscaras de blanco nuclear. Y, además, las pasamos por infinitos filtros de belleza. Porque lo importante es mostrar lo que no es.
Por eso el Carnaval no es solo una fiesta, es una metáfora de la vida. Nos pasamos el año entero representando papeles, eligiendo qué parte de nosotros mostramos y qué parte ocultamos bajo el disfraz. No en vano, los antiguos romanos tenían su propia versión del Carnaval, las Saturnales, cuando todo se ponía patas arriba y los esclavos podían hacer de amos por un día. Y solo por un día, sin que cambiara para nada la cosa, pero el respiro de la máscara daba oxígeno para el resto del año.
Hoy en día, el Carnaval nos sirve para lo mismo: una excusa para ser quien queramos ser sin que nadie nos juzgue demasiado. Si el resto del año nos cuesta socializar, en Carnaval, con una buena máscara, podemos ser la reina del mambo (o del reguetón, según la generación a la que se pertenezca). Porque, si hay algo que el Carnaval nos permite hacer es reírnos, sobre todo de lo que normalmente nos preocupa o nos enfada. Nos disfrazamos de políticos, de famosos, de personajes que han sido el chisme del año, y lo hacemos con descaro porque, por unos días, la risa es un derecho inalienable. Es un paréntesis en la rutina, un momento de libertad donde la hipocresía se viste de verdad y el absurdo se celebra con charangas y batucadas.
Pero claro, todo Carnaval, que no las máscaras, tiene su final. Y después del desenfreno, llega la Cuaresma, que en teoría es tiempo de recogimiento, moderación y reflexión. Como cuando, después de una noche de farra, prometes que no vas a volver a beber jamás... hasta el próximo fin de semana.
Eso sí, lo bueno del Carnaval es que nos recuerda que podemos jugar con nuestras identidades, que podemos ponernos o quitarnos las máscaras, que podemos reírnos de nosotros mismos y que, al final, constatamos un año más que la vida es un gran teatro donde todos representamos un papel. Así que, mientras dure, ¡a disfrutar! Porque, como decía Marisol, «todo el año es Carnaval», pero al menos en estos días, nos lo tomamos en serio.
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