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Quienes tengo la suerte de contar como mis lectores sabrán que en mis treinta largos años como columnista semanal no suelo hablar del mismo tema en dos artículos seguidos. Sin embargo, con el de hoy ya van tres asomándoles a esta ventana la violencia ejercida ... contra la mujer. Y eso es muy preocupante. Mucho. Sobre todo porque, cuando la perversión se viste de cotidianidad, se convierte en algo sumamente peligroso. Y eso ha ocurrido con todos los vecinos honorables y aparentemente inofensivos que a lo largo de diez larguísimos años se dedicaron a violar a una mujer, Gisèle Pelicot, mientras estaba drogada y anulada por su propio marido.
La realidad es que el mal, en muchas ocasiones, no se presenta como algo ajeno o lejano. No es siempre un villano en la sombra, alguien que claramente se distingue por su maldad. Estos hombres, que en otros aspectos de sus vidas podían parecer inofensivos, cruzaron una línea que nunca debió haberse cruzado. Sabían lo que estaban haciendo, y lo hicieron con una frialdad que hiela la sangre. El marido de Gisèle, el hombre que debía protegerla, fue el principal responsable de este infierno. Él la drogó, la preparó y la ofreció. Para algunos de estos hombres, probablemente, el hecho de que fuera él quien facilitara el acceso, les sirvió como una especie de justificación. Después de todo, si el propio marido estaba de acuerdo, si era él quien abría la puerta, ¿realmente estaban haciendo algo tan malo? Esta es la trampa del autoengaño, la forma en que la humanidad puede despojarse de su empatía, de su capacidad de distinguir lo que es correcto de lo que es profundamente injusto.
Pero no hay excusa. No la hay para el marido de Gisèle, y no la hay para ninguno de los hombres que eligieron aprovecharse de su vulnerabilidad. Drogada, dormida, completamente incapaz de defenderse, Gisèle se convirtió en el objeto de sus deseos retorcidos, y eso revela algo profundamente perturbador sobre cómo funciona la violencia de género. Gisèle no era vista como una persona, sino como algo que se podía usar, y eso es lo que convierte este caso en una profunda tragedia.
Cada uno de esos hombres era responsable de sus actos. Ninguno de ellos puede escudarse detrás de la normalidad de sus vidas, de sus trabajos o de sus familias. Ninguno puede argumentar que fue un error, que no entendieron lo que estaba pasando. Sabían que estaban violando a una mujer drogada y vulnerable. Y, aun así, lo hicieron. Lo que daría por poder verles la cara a esos asquerosos cuando se enfrenten a las miradas de sus esposas, a las de sus hijas ―si las tienen y a las suyas propias.
Es difícil no sentir impotencia cuando escuchamos historias como esta. Queremos hacer algo, queremos cambiar el mundo, pero no siempre sabemos cómo. Y tal vez la respuesta no sea tratar de cambiar todo de una vez, sino empezar por pequeñas acciones. Tal vez, en lugar de convertir a Gisèle en un número más, podemos empezar por reconocer su humanidad. Podemos hablar de ella como lo que es: una persona, no un titular. Más que nada porque, en medio de un mundo que consume noticias con una velocidad implacable, la historia de Gisèle Pelicot ha sido otra más de las que rápidamente se ha convertido en una estadística, una cifra en los titulares. '83 hombres', 'violación', 'horror'. Palabras que retumban en las mentes de quienes leen o escuchan, pero rara vez se detienen a pensar en el peso humano detrás de ellas. Es fácil sentirse abrumado, escandalizado y, aun así, seguir con la rutina diaria, como si todo eso ocurriera en un planeta distante, en una realidad paralela. Pero el sufrimiento de Gisèle no es una abstracción, ni un número. Es el dolor de una mujer, de un ser humano.
¿Qué ocurre en el alma de una persona cuando su cuerpo es violentado de manera tan atroz? No lo sabemos. Nadie que no haya pasado por esa experiencia puede entenderlo plenamente.
Pese a todo, Gisèle sigue aquí. Valiente. No es solo una víctima, es alguien que se enfrenta a quienes tantas veces escuchamos decir de ellos, en casos de violencia extrema, 'buenas personas', 'buenos vecinos', pero que alimentan en su interior a un monstruo de perversión.
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