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Resulta curioso y un tanto irónico que denominemos 'pasos de cebra' a esos rayados sobre el asfalto destinados a que las personas crucen seguras –relativamente, nunca al cien por cien– las calles. ¿Acaso alguien ha visto alguna vez una cebra cruzándolos y obedeciendo las reglas ... de tráfico?
Dejando a un lado la nomenclatura zoológica como al menos poco apropiada, los pasos de cebra, sin semáforo, representan un fascinante ejercicio de confianza ciega y fe inquebrantable en la prudencia ajena: peatones que se aproximan a ellos, agilipollados, inclinados sobre sus móviles, o absortos en sus pensamientos y con un aire de invulnerabilidad, esperando que los vehículos se detengan obedientemente, o conductores que no esperan la aparición inesperada de peatones distraídos que invadan el asfalto sin previo aviso... Y ya tenemos el paso de cebra convertido en una trampa de doble filo, una potencial escena de un crimen donde no hay culpables claros, solo víctimas del azar y la imprudencia.
No hay barreras físicas que protejan al caminante en un paso de cebra sin semáforo... ni con él. Ninguna muralla se eleva para separar su frágil existencia del torrente de chapa y velocidad que se abalanza por las avenidas. El paso de cebra es, en su esencia, un pacto de no agresión entre peatones y conductores. Pero ¿qué sucede cuando uno de los actores de esta obra callejera decide romper el acuerdo? ¿Qué ocurre cuando el frenesí del tráfico o la imprudencia humana deciden sabotear este precario equilibrio?
La infraestructura vial confía en la sensatez y civismo de sus usuarios, una confianza que, como bien sabemos, puede ser quebrada con una facilidad alarmante. No hay póliza que cubra el riesgo inherente de lanzarse a la calzada con la esperanza de que el coche que se aproxima disminuya su velocidad a tiempo. El peatón no tiene más cobertura que su propia atención y reflejos, y el conductor se ampara en la esperanza de no encontrarse con un transeúnte desatento.
Por propia observación de la realidad, está claro que el diseño de los pasos de cebra parece ignorar la falibilidad humana. La confianza en el civismo mutuo es una base frágil sobre la que se asienta el orden urbano. Y ahí tenemos –día sí y día también– atropellos en los cruces porque, inconscientemente, el peatón pone su vida en manos de conductores desconocidos mientras que los conductores confían en la prudencia de los peatones. Un puro acto de fe que se celebra cada día en nuestras calles con resultados no siempre positivos.
«Es un paso de cebra, imbécil», le escuché decir a una irresponsable mamá –que cruzaba con su cochecito de bebé, niño incluido– al conductor de un coche que venía a toda leche y que tuvo que hacer una frenada oblicua para no llevárselos por delante. Me quedé sin respiración cuando asistí a la desafiante provocación de aquella. Sobre todo, por el bebito que comenzó a llorar desconsoladamente ante los gritos de quienes aguardábamos sin estar seguros de que el coche pararía y podríamos cruzar al otro lado sin necesidad de la barca de Caronte. Vale, insensata, te acepto que es un paso de peatones y que llevas razón al pensar que tiene que parar el coche, pero la razón no te asegura que en el automóvil venga un conductor responsable, sensato, cívico, y sin haber consumido alcohol o drogas. Y tú puedes irte en ese mismo momento a cenar con Cristo por mucha razón que te asista.
Y sí, seguiremos llamándolos 'pasos de cebra' y continuaremos cruzándolos con la fe (ciega) y la esperanza (a veces vana) de que la próxima zancada no sea la última. Pero sería bueno reconsiderar no solo el nombre, sino las expectativas de seguridad que depositamos en estas simples franjas pintadas sobre el asfalto, porque en la jungla urbana siempre es más seguro caminar con cautela que confiar ciegamente en la benevolencia del loco de turno que cruce a salto de mata a pie, o conduciendo, sabe dios en qué condiciones, un vehículo.
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