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La ansiedad insoportable que padece el mundo occidental de hoy viene, no de saber que un día puede caernos encima una bomba atómica rusa, sino de no saber cuándo exactamente será ese día. La espera, cuando es indeterminada, desespera. Si supiéramos la fecha de una ... conflagración nuclear mundial (si quieren algo más modesto, el cuándo de la próxima y más letal pandemia), estaríamos todos, paradójicamente, más tranquilos.
El asunto tiene cierto sentido. A quienes padecen una enfermedad incurable se les pronostica con toda la precisión que se pueda los meses o semanas que les quedan de vida. Es la forma de darles algo de consuelo, primo segundo de la resignación. Los médicos dicen a los moribundos el tiempo aproximado que les resta y así éstos pueden organizarse. Prácticamente, ante la noticia, nadie elige esas grandes cosas desorbitadas que salen en Hollywood, lo de hacer lo que nunca habían podido hacer, un viaje exótico, subir en globo o echar una instancia para conocer al Papa. Al contrario. La gente que sabe situar su final opta por seguir haciendo lo que hacían, su rutina diaria, sin tirar las patas por alto. Una vez, hace muchos años, me encontré paseando por la calle al célebre y educadísimo arquitecto Carbonell. Los dos sabíamos que le quedaban pocos días, que tal vez era su último paseo y hablamos, riéndonos, de tonterías. No nombramos para nada lo suyo, ni le dije esa inconveniencia (es una inconveniencia siempre) del «cómo estás». Porque estaba tranquilo sabiéndose sin esperanza. La última misericordia de Dios, a veces, es quitar la esperanza para ahorrar sufrimiento. Y así uno pasea como solía hacer siempre. Las despedidas definitivas en mi vida nunca han sido pomposas ni teatreras, no ha habido grandes alzamientos de manos ni una gesticulación digamos mediterránea. Las lagrimas vienen mucho después, a los meses. Mi tío Paco 'el inglés' (porque vivía en Liverpool), cuando en la clínica Universitaria de Navarra lo abrieron y con las mismas volvieron a cerrarlo, fue puntualmente informado y siguió con su rutina habitual: dio una gran fiesta para la familia y amigos, con mucho whisky. Cuando pasa todo, no suele pasar nada especial.
El subtítulo de aquella conocida película de Stanley Kubrick, tal vez la mejor que se haya hecho sobre una posible conflagración nuclear mundial, '¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú', fue 'Cómo dejar de estar preocupado y amar la bomba'. Era una comedia, y se supone que debíamos dejar de estar preocupados si supiéramos en manos de qué gente estamos. Por entonces, a principios de los años 60, las peores. El tiempo, 60 años después, ha demostrado que a partir de ahí existen más escalones hacia abajo. ¿Cómo preocuparse por España si sabemos que está en unas manos espeluznantes que son de una espeluznancia que desafía a todo lo conocido, que son 'hard to be believed'? El saber que da igual que nos preocupemos es un ansiolítico medianamente eficaz, pero mejor que nada. ¿Qué puede salir bien? Lo esencial es hablar de tonterías o hacer una fiesta para la familia y amigos, con mucho whisky.
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