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El anuncio de que algunas vacunas desarrolladas para conjurar la Covid –con un elevado nivel de eficacia– estarían disponibles para un uso casi inmediato, ha desencadenado una fuerte oleada de optimismo. Aunque el comunicado se refiere a conclusiones todavía preliminares, al ser una noticia esperada con impaciencia, la euforia se ha disparado. Se refleja esta en el sensible barómetro de las cotizaciones bursátiles, con destacadas subidas en sus índices. Nos aferramos a cualquier atisbo de esperanza para dejar atrás cuanto antes tiempos tan aciagos que han quebrado la forma de vida habitual. Poder disponer de un remedio elimina la sensación de estar inermes ante una enfermedad desconocida. Algo que no entraba en la mentalidad actual cuando –fiados en actuaciones espectaculares de una medicina que parecía no tener límites en sus progresos– se creía de manera equívoca que, para cualquier reto, disponía de su correspondiente solución. Una crisis como la actual ha venido a situar 'lo posible' en su justa medida, sin alardes. En el inconsciente colectivo había calado además la coletilla, formulada con reiteración por los responsables públicos, para refrendar cualquier decisión controvertida, forzados a la inobjetable aplicación de 'hasta disponer de una vacuna eficaz'. Puede que con ánimo de insuflar energía al alicaído panorama ambiental, se han aventurado plazos cada vez más cortos para brindar este recurso a la población. Los investigadores, por el contrario, han mostrado cautela para señalar fechas concretas –exceptuando proclamas aisladas de dudosa procedencia–, hasta poder ultimar evidencias científicas consolidadas.
A tenor de los resultados preliminares ya conocidos, se anuncian eficacias cercanas al cien por cien, al generar en el organismo vacunado una respuesta de anticuerpos defensivos, en un plazo de unos siete días. Y también alcanzando concentraciones destacables, en unas cuatro semanas tras su administración, sin que al parecer se hayan producido reacciones adversas graves. Hasta ahí los datos impecables. Otra cuestión es aventurar cuánto tiempo durará la protección. Para pronunciarse es requisito necesario contar con una duración temporal por ahora corta. Como arguyen los expertos para juzgar con propiedad tan ilusionantes proclamas, serían necesarios resultados más elaborados. Cuestiones como conocer un mayor número de datos acumulados, diferenciando tasas de contagiados entre los vacunados respecto al grupo de control tratado con un placebo. Como desglosar las respuestas por grupos de edad, dada la superior vulnerabilidad conforme esta aumenta.
Otras consideraciones orbitan alrededor de un aspecto diferente, pero esencial, como la descomunal logística necesaria para llevar a cabo una inmunización masiva de la población. Las especiales condiciones de almacenaje y transporte de estas nuevas vacunas, requieren una infraestructura que impresiona. Viendo esta prisa informativa, sorprende asimismo que el anuncio de la vacuna no se haya hecho por los cauces habituales de las comunicaciones científicas. Los responsables argumentan que se trata de un análisis intermedio, a la espera de resultados definitivos que serán publicados en alguna revista de contrastado prestigio científico. Pero así está la cuestión, de modo que cualquier atisbo para evitar las consecuencias del contagio por este coronavirus, por precario que sea, es ya un asidero al que aferrarse en ese anhelo de disfrutar de la salud, en toda la extensión del término, personal y social.
Sin embargo, no sería deseable una nueva decepción colectiva. Con las reticencias a flor de piel, más el resquemor atesorado por decisiones controvertidas, necesarias, durante el curso de esta epidemia, las directrices se han ido estableciendo sobre la marcha, conforme se hacía acopio del conocimiento. Han sido anuncios de algo que esperemos que culmine con éxito, una vez sancionadas sus bondades. Las ventajas de las vacunas, consideradas de modo global para la salud pública, han sido de tal envergadura que los inconvenientes, en forma de efectos secundarios, se consideran meramente excepcionales, salvo casos aislados, ante la magnitud de sus beneficios. Han supuesto además, en la evolución humana, un hito comparable a logros como la potabilización del agua o los antibióticos, que eliminaron desgracias y sufrimientos de un tiempo pasado.
Nos sentimos abrumados. Pero también, por qué no, confundidos y desorientados por la avalancha de informaciones, sin el debido control y asesoría. Tal entusiasmo no es compartido, por muy diferentes razones, por todo el mundo. Cabría esperar, a la vista del actual panorama, con la inapelable rotundidad de las cifras de afectados y muertos, que el número de convencidos aumentara, optando por protegerse y proteger a otros, ante la incertidumbre de cómo evoluciona el contagio por este virus, oscilante entre asintomáticos y gravedad extrema. La conmoción generada por la actual crisis sanitaria quizás tenga la virtud de que otras vacunas –que por desgracia carecen de la consideración colectiva, aun siendo necesarias– sean aceptadas de buen grado. Todo ello en un intento de superar esta pesadilla en la que estamos. Marcados por la huella indeleble de mostrarnos inermes ante los desafíos de la vida. Y también fiados a una idea de la felicidad voluble, sometida a los embates del caprichoso azar.
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