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Desde que pasó lo que pasó con Noé y su barca, el tema del agua es algo que me incomoda. Menudo chollo tuvo con su hilo directo con Dios, para salvarse él, su familia y toda la fauna mundial, mientras que los demás mortales se ahogaban. Soy de secano, y cuando caen dos gotas me pongo de mal humor. Me pasa lo contrario que a un buen amigo gallego que, cuando pasan los días y no llueve en Santiago, no sale de casa de puro enojo. Las calles están para mojarse, dice. Por el contrario, cuando aquí chispea procuro no salir o salir a comprar el periódico y el pan. Son comportamientos tan distintos como distintas son nuestras regiones. No cuesta trabajo alguno respetarlos, creo yo.
Y eso que el llamado líquido elemento no solo es necesario para vivir sino imprescindible para cualquier actividad. No hace falta repetirlo. En lugares como el nuestro, con una huerta en otro tiempo floreciente, hoy castigada por la especulación y la construcción, y con territorios a los que no le llegaba el agua del modesto río Segura, traerla de otro sitio parece solución adecuada. Esto los franceses lo entendieron muy bien hace tiempo. A pesar de contar con una serie de ríos muy caudalosos, desde el siglo XV comenzaron a construir conductos que sirvieran para el transporte fluvial. En el XIX esta operación alcanzó nada menos que los 8.500 kilómetros de canales. Aunque se hicieran para mejorar las comunicaciones entre pueblos y ciudades, se cubrieron también otras necesidades. Hoy sirve, además, de red de un novedoso turismo fluvial. Y esto no es exclusivo de Francia. Alemania y otros países de la Europa Central cuentan con excelentes redes de canales.
¿Y por qué no tenemos algo parecido en España, país mucho más heterogéneo, con orografía y temperaturas tan distintas? ¿Por qué no se aprovechó mejor en el sur el servicio de acequias organizado por los árabes, que se dieron cuenta de la necesidad de que el agua fluyera por la tierra para conseguir mejores cosechas? La verdad es que no lo sé; tampoco sé si hay una explicación racional. A la cabeza me viene el ancestral egocentrismo de nuestras regiones, pendientes siempre de ponderar sus virtudes y negar sus defectos. Seguramente para la gastronomía es una bendición que entre la cocina andaluza y la catalana, o la vasca y la murciana, haya tantas diferencias, siendo todas de alta calidad. Pero para ponernos de acuerdo no hay forma humana. Los de aquí somos los mejores, los más listos, mientras que los otros son unos muertos de hambre, que no saben sacar provecho de sus recursos y niegan el pan y la sal a sus vecinos. A las pruebas me remito.
El agua juega, en este sentido, un papel muy importante. Vivimos en una región con poca agua, necesitada del auxilio de otras que sí la tienen y que la pueden vender. Por eso, quiero pensar, se hizo el Trasvase Tajo-Segura, y se intentó el del Ebro sin éxito. Hay que recordar que la idea del Tajo-Segura procede de 1932. La II República propuso un Plan Nacional de Obras Hidráulicas, que no se inició debido a la guerra civil. Hasta que en 1966, en pleno gobierno de Franco, se retomó el tema. Las primeras aguas llegaron al sur en 1970. Desde entonces, salvo en cortos periodos, el susodicho trasvase es campo de polémicas. Que si llega poca agua, si de Entrepeñas sale demasiada, si el volumen es el adecuado, si es excesivo... Y esto sucede con gobiernos de la izquierda y con gobiernos de la derecha. Da igual. El agua se convirtió en campo de batalla. Todo lo que debería ser pacto para la convivencia, se convierte en trincheras. No tenemos remedio. Permítanme parafrasear otra vez a Mesonero Romanos, cuando en pleno siglo XIX decía aquello de que en España siempre tenía que arder algo: o cirios o iglesias. Con lo que nos gusta hablar de tonterías, de si el Madrid es mejor que el Barça, si Paz Padilla gana una fortuna presentando programas, si se bebe más cerveza que vino... Y lo poco de cosas serias. Si Cataluña es una nación que merece ser oída por su peculiaridad, a pesar de sus grotescos políticos; si la eclosión de los ricos y la generalización de la pobreza es un problema de verdad o no; si la emigración es tan mala como algunos dicen; si hay o no hay cambio climático, si el maltrato femenino es equiparable al masculino; si el Trasvase vale para todos o para unos pocos. En vez de eso se evita el diálogo y se niegan las razones del otro. No hay más que leer estos días cómo ponen el grito en el cielo quienes más se benefician del Tajo-Segura, apoyados por los políticos que lo permiten. En lugar de hacer autocrítica sobre qué regadíos están infectando el Mar Menor, qué urbanizaciones están rompiendo el medio ambiente o quién dio permiso para «crear riqueza» (la de ellos, claro). En lugar de eso, echamos la culpa al contrario. Así nos va.
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