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Las agresiones en el ámbito sanitario son por desgracia una penosa realidad. Según datos recientes, una tendencia en aumento, influenciada quizás por el ambiente estresante de la inacabable pandemia. Estas actitudes destempladas en el trato, con intimidaciones y amenazas verbales –cuando no empleando agresiones físicas– ... están siendo frecuentes, con independencia del tipo de centro sanitario. En este paisaje, las emociones suelen aflorar con facilidad. Estados irritables difíciles de entender, más todavía en el actual contexto, al haber pasado sin solución de continuidad de alabanzas y aplausos generalizados (cuando la actividad sanitaria desde cualquier instancia se calificaba como heroica sin cortapisas) a cuestionar distintos aspectos del quehacer cotidiano. Semejantes actitudes discrepantes suelen estar casi siempre motivadas por quejas de índole administrativa. Es habitual, por recurrente, la exigencia de bajas laborales, así como la solicitud de prescripciones de medicamentos no indicados, por innecesarios o no autorizados. O bien demandar peticiones de pruebas consideradas por el profano de mayor enjundia, para procesos que requieren otros métodos más acordes y sencillos, según el criterio médico basado en las buenas prácticas.
Como detalle, ciertamente irónico por supuesto, de estas discusiones, transformadas en penosas bravatas orales, digamos que el calibre de la amenaza proferida no se corresponde con la magnitud del requerimiento. Porque, a tenor del altercado, cabría considerar que la discrepancia fuera sobre cuestiones de mayor importancia. Pudiera ser que el enfado respondiera a opiniones divergentes a la hora de enfocar un problema de grave entidad, como una cirugía de corazón o de cabeza o un cáncer de pronóstico severo, con visiones opuestas acerca de la mejor opción. El recurso hasta el grado de proferir insultos o amenazas y llegar a la agresión física, resulta incluso de baja categoría conceptual. Nunca lo es pretender algo en términos agresivos. Como esas intimidaciones presididas con diferencia por la tremenda, por abominable, 'solo hacéis caso con una pistola en la cabeza', de tan infausto recuerdo por estos pagos. La entidad del chantaje no da para un ultimátum de tan alto rango. Por no hablar de la reivindicación corriente en las áreas de urgencias de: 'Yo te pago para que me atiendas', en situaciones de demandas desmesuradas.
Cuestión distinta en este contexto amenazador sería –en centros hospitalarios con enfermos en situaciones vitales complejas, de gravedad– que hubiese una mala evolución, no querida por nadie. Por la distancia entre el deseo y la realidad de aquello que es posible y factible. De lo que se puede hacer y esperar de la evolución o del resultado de una intervención, comparado con los resultados obtenidos. Sin generar falsas esperanzas. Aquí el diálogo es la piedra angular que sustenta la confianza. Solo de este modo surgirá el respeto mutuo. Con unas relaciones francas entre profesionales, enfermos y en su caso los representantes familiares, sin que nunca se puedan 'garantizar' los resultados de manera tajante, sino siempre con precaución. Dialogar hasta que se entiendan las posibilidades, los inconvenientes y las contraindicaciones. Con la probabilidad siempre latente del error médico, de categoría sancionable por la legislación, pero sin recurrir a la violencia. En un análisis del más puro estilo freudiano, estas actitudes agresivas traslucen no pocos sentimientos de culpa, ante situaciones que se podrían haber manejado de modo distinto, sin llegar a extremos preocupantes.
Acerca de estas actitudes agresivas, el Servicio Murciano de Salud editó hace unos años una normativa para uso de los centros sanitarios, que en los profesionales suscitaba la imagen de un territorio hostil, propio de conflictos bélicos, antes que de establecimientos cuyos fines son tratar de resolver problemas de salud. También de soledad y desamparo. En el ambiente cotidiano, por fortuna, no flota la sensación de violencia apuntada como habitual. El médico está obligado a aplicar los recursos puestos a su disposición con criterios de justicia distributiva. Finitos como son, ajustándose siempre a la mejor evidencia disponible, aplicando sus conocimientos y su experiencia para evaluar riesgos y beneficios, proponiendo opciones válidas y sensatas. La facilidad de acceso a quien se imagina representante de la administración, propicia ser blanco de quejas por quienes se sienten perjudicados por aspectos sanitarios de cualquier tipo. A diferencia de otras instancias, recordemos las recientes, sonadas y reiteradas polémicas con las sucursales bancarias, empresas de telefonía o de cualquier negociado administrativo, donde la maraña de obstáculos para hacerse escuchar es insalvable.
Al finalizar la pandemia, en ese mundo nuevo que sin duda habrá cambiado tras la enorme conmoción social sufrida, es de esperar que la sensatez en todos los órdenes se imponga. Que las tensiones propias de la convivencia sean un mal recuerdo de tiempos pasados. Que así sea y desaparezca la nefasta costumbre de tratar de arreglar discrepancias con violencia.
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