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«Cuando entré a la cárcel, me dijeron que tenía derecho a una llamada». J. C. –siglas utilizadas para proteger el anonimato de su testimonio– hizo una pausa en aquel momento y la hace ahora, mientras lo rememora. Nueve dígitos que a muchos les salen ... de carrerilla, pero a él se le atascaban los números y también las palabras. «Yo no quería hablar con nadie; ya había dado suficientes disgustos». Un compañero le advirtió de que por delante le esperaban quince días de cuarentena en los que no podría salir al patio ni comunicarse con el exterior. Finalmente, llamaron a su madre. «Su hijo está en prisión», escucharía ella, sin reconocer la voz. J. C. fue incapaz de ponerse al auricular, tal era la vergüenza que sentía.
«Mi enfermedad solo tiene tres salidas: el manicomio, la cárcel o el cementerio», reconoce J. C., que pasó entre rejas apenas un mes y medio. El tiempo que tardó su madre en reunir los 3.000 euros de fianza. Salvi, como a él le gusta llamarla, era, una vez más, su salvación. El motivo oficial por el que lo habían encerrado fue no presentarse al juicio por una pelea con un chaval al que fracturó un dedo. El real era que esa disputa se había originado, como tantas otras, por el alcohol. Aunque rompió un hueso a otro joven, su vida hacía tiempo que también había hecho 'crack'. «Hay gente que sale a comer, se toma una cerveza y un vino y no le pasa nada», explica este hombre de 39 años. «Pero para mí eso es imposible; si empiezo, no puedo parar».
Los problemas de J. C. con la bebida empezaron cuando tan solo era un adolescente. Con 16 años, la calle era el decorado habitual de la película de su vida. Una repleta de escenas borrosas y con el alcohol como absoluto protagonista. El único objetivo que tenía era «emborracharme y estirar la fiesta durante días; no sé ni cómo estoy vivo después de todo». Dicen que no hay peor sensación que sentirse solo estando acompañado y algo así experimentaba J. C. Con la cartera llena, todo el mundo «presumía de ser mi amigo porque les invitaba». Pero cuando ya no había dinero, el vacío era doble: en sus bolsillos y a su alrededor. Incluso su pareja le fue dando la espalda, pues no podía soportar en lo que se estaba convirtiendo. Y con ella, también sus dos hijas: Victoria y Lía, de siete y tres años de edad.
Así, llegó el fatídico día. «No lo voy a olvidar nunca», asegura. Era 10 de julio. Era su cumpleaños. No había nada que celebrar, pero la Policía apareció como invitada sorpresa. Lo identificaron e introdujeron sus datos en un aparato. Una luz granate proveniente de la pantalla iluminó el rostro del agente que lo sostenía. El semáforo de la vida de J. C., que llevaba tanto tiempo en ámbar, se puso en rojo de repente. Antes de darse cuenta, tenía las manos en la espalda y le estaban leyendo sus derechos. Pero el 'clic' del cierre de las esposas tuvo su eco en el cerebro de J. C.
Hoy lleva dos meses sin consumir ningún tipo de sustancia y se encuentra «mejor que nunca». Ayuda en casa todo lo que puede y está recuperando el tiempo perdido con sus hijas. «Creo que hay motivos para la esperanza, aunque sé que no debo confiarme». ¡Ring, ring! J. C. mira el móvil: es Salvi. Se disculpa antes de descolgar y que una luz verde ilumine su rostro. Ya no está en la cárcel. Ya no se le atascan las palabras.
Alcohólicos Anónimos inauguró el pasado jueves, coincidiendo con la llegada de la asociación a la Región hace 43 años, un nuevo grupo de reuniones en el centro cultural de Santiago y Zaraíche. Supone el cuarto en la ciudad de Murcia y el decimoséptimo de la Comunidad. El objetivo del colectivo es transmitir que «hay solución» a los problemas derivados del alcohol y animar a aquellos que lo necesiten a que busquen ayuda, pues «cualquiera con voluntad de dejar la bebida es bienvenido».
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