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«No quiero vivir así», solloza Ángel Aracil, vecino de la pedanía murciana de Monteagudo durante los últimos nueve años, los mismos que tiene su hija, Isabel. Cuando la pequeña apenas contaba con dos meses, se mudaron al que ha sido su hogar durante casi ... una década. Un tiempo que, pese a todo, es reducido en comparación con el que asegura llevar solicitando una vivienda social digna. Son 17 años de espera los que acumula este murciano, hundido a causa de que en el Ayuntamiento «no me hacen caso y me tienen por 'pesao'».
Lo cierto es que, en una ocasión, llegaron a ofrecerle un domicilio. Ángel fue a verlo, pero no le convenció. «Eso no era una casa, era un corral», dice. La huella humana resultaba evidente, con cables enganchados a las farolas y pintadas en las paredes, pero también la de animales. Los anteriores inquilinos eran los nueve miembros de una familia que organizaba peleas de gallos. «No es ese el ambiente en el que quiero que se críen mis hijos», afirma con firmeza Ángel, aludiendo también a aquel vecindario en el que el trapicheo con droga era tan costumbre como para él ir a misa los domingos.
Al rechazar aquel emplazamiento, afrontó una sanción en la que «me sacaron de las listas de espera» del Consistorio durante dos años. Finalizado ese periodo, nada ha cambiado con su reingreso en esa relación de nombres a los que acompaña la desesperación como apellido. La calle Virgen de las Lágrimas puede que no tenga la más halagüeña de las denominaciones, pero sí la más precisa para describir la sensación que padece este padre de dos criaturas. A escasos metros de la parroquia de Nuestra Señora de la Antigua, parece que la fe en Dios lo rodea por completo; la fe en la Administración, en cambio, hace tiempo que lo esquiva. «A pesar de todo, estoy dispuesto a luchar contra viento y marea», comenta a los pies del Cristo de Monteagudo.
Ángel hace suya la imperturbable pose del monumento, con los brazos extendidos. «Que venga lo que tenga que venir, que estoy preparado», transmite con la decisión de su mirada. A pesar de que sus ojos son de color azul frío, arden como dos antorchas con la rabia como combustible. «A mí me daría igual dormir en un banco», reconoce, «pero jamás lo permitiría a mis hijos». Con la misma esperanza que el que compra un boleto de lotería, adelanta que tiene una cita para el próximo lunes en el Ayuntamiento para tratar su caso. «Mi mujer me dice que para qué voy a ir».
«Se merecen el cielo»
Tras finalizar su contrato de alquiler, ahora se hallan en tierra de nadie. Mejor dicho: en la de su arrendador, que ya les ha comunicado que quiere vender la casa. Ángel e Isabel no pudieron hacer frente a tres mensualidades durante el pasado año, ya que a ella le redujeron el ingreso mínimo vital a 212 euros y él percibe 402 de una pensión no contributiva. «Me gustaría pagar pero por encima de todo están mis hijos, que se merecen el cielo».
Esa frase la pronuncia alguien que ya ha visitado el infierno en varias ocasiones y que, precisamente por ello, prefiere que sus pequeños se mantengan lo más alejados posible. Calcula que habrá entrado y salido de la cárcel una veintena de veces, «el equivalente a unos doce años de condena». Pero eso forma parte de un pasado que nada tiene que ver con el presente, donde «voy con la verdad y la justicia por delante». «Lo que sí que tengo claro es que no quiero que mis hijos pasen por lo que yo he pasado», afirma.
Una carpeta beige alberga su particular Santo Grial en forma de documentos, que acreditan «los 70 puntos que tengo» y con los que, asegura, sobrepasa ampliamente el umbral requerido para ser «de los primeros en las listas». Sin embargo, la máxima evangélica de que los primeros serán los últimos se está convirtiendo en una tormentosa realidad para Ángel, que confiesa «no saber qué más hacer».
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