

Secciones
Servicios
Destacamos
TERESA GONZÁLEZ-ADALID CABEZAS *
Jueves, 28 de marzo 2013, 13:08
Los 'marras' no quieren salir, no quieren salir, no quieren saliiir, porque los 'calis' les van a crujir, les van a crujir, les van a crujiiir!»... Cuando vuelvo la vista atrás, al inolvidable mundo de mi infancia, no acierto a recordar qué nos anunciaba antes la Semana Santa de Cartagena, si el pasacalles de los granaderos o de los judíos o esa cancioncilla con la que nos picábamos unos a otros y daba rienda suelta a una contenida rivalidad. Quizá una cosa llevara a la otra.
Los sones del 'Perico pelao' y de otras marchas de las procesiones que acompañaban a los pasacalles tenían la virtud de paralizar la vida de la Muralla del Mar, donde decenas de niños campábamos a nuestras anchas por una calle en la que apenas había coches.
La tregua duraba justo el tiempo del desfile; después, nos poníamos a cantar a voz en grito el dichoso estribillo que denotaba a 'calis' o 'marras', según la filiación del que lo cantara.
Mis recuerdos más imborrables de Semana Santa datan de esa época de risas, travesuras y sueño. Son episodios siempre compartidos, con hermanos, primos, amigos que vivíamos con verdadero entusiasmo.
La Semana Santa implicaba romper nuestra rutina de juegos callejeros: visitar los monumentos en familia, ver todas las procesiones apostados en la acera o en lugares estratégicos como la Mancomunidad de los Canales del Taibilla o Capitanía; pelear por las estampas y los caramelos que repartían los nazarenos; levantarse con respeto al paso de los tronos; intentar reconocer al amigo bajo los capirotes; admirar el cambio de armas o la marcialidad de los piquetes.
Conforme cumplíamos años, se nos permitían nuevos horarios. La Semana Santa se ampliaba con la posibilidad de asistir a nuevos actos, ya sin la tutela de los padres, y de vivir nuevas experiencias: el encierro de las procesiones, el canto de la Salve, y ¡cómo no¡ el Encuentro, con la posibilidad de estar una noche entera fuera de casa. Todo ello aderezado con tapeo, vino de pasas o un chocolate con churros bien calentito. Gloria pura en una época en que el 'toque de queda' familiar rondaba las diez y media de la noche.
Y junto a esas vivencias, con cierto halo iniciático de acceso al mundo de los adultos, te descubrías conmovida hasta las lágrimas al cantar la Salve, junto a cientos de personas, mientras los portapasos de la Piedad o de la Virgen del Primer Dolor se resistían a devolverlas a la Iglesia de Santa María o presenciando el siempre emotivo e impactante Encuentro entre María y Jesús Nazareno en la plaza del Lago. Son sentimientos y emociones labradas en la infancia que afloraban una y otra vez de forma espontánea al contemplar la belleza de la Virgen del Amor Hermoso o el majestuoso paso de San Juan, de Santiago o de San Pedro, por citar algunos ejemplos.
A pesar de las décadas transcurridas, sigo emocionándome con todo ello como entonces. Cierto es que vivo la Semana Santa de otra manera; que la madurez te permite descubrir mil y un matices en procesiones que has visto decenas de veces; que mis pensamientos y plegarias al paso de los tronos nada tienen que ver con los de aquella niña o aquella joven emocionada.
Pero también lo es que mi forma de ver y de sentir las procesiones de la Semana Santa de Cartagena están y estarán siempre condicionadas por aquellas vivencias, que sigo sintiéndome 'cali' y disfrutando como nadie cada vez que consigo un 'sepulcro'.
*Teresa González-Adalid Cabezas es jefa del Servicio de Prensa de la Asamblea Regional
Publicidad
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Una luna de miel que nunca vio la luz
El Comercio
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.