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ANTONIO BOTÍAS
Domingo, 1 de agosto 2010, 02:19
Murcia podría ser la patria del tomatón. Y no es, aunque se le parezca, el apodo de un superhéroe huertano. Es cierto que en la lista de inventos de esta tierra relucen, con merecida fama, el autogiro de La Cierva o el submarino Peral; pero a través de la historia han existido incontables ingenios que, en la mayoría de los casos, apenas sirvieron para despertar la sonrisa. En otros no. Tal es el caso del tomatón.
El inventor de este producto era Tomás Juan Serrano, catedrático de Agricultura de la Sociedad Económica de Amigos del País. Serrano detectó el gusto de la población por los tomates durante todo el año, a pesar de que en la época eran un producto de temporada y, cuando los había, su traslado a las ciudades del interior, por caminos lentos e inseguros, afectaban a la mercancía.
Es cierto que los métodos de conservación de los tomates eran numerosos; pero demasiado engorrosos y caros. Introducirlos en vinagre, sal y pimienta, disecarlos al sol, ponerlos en aceite o extraer su jugo y protegerlo en botellas eran algunas de las recetas observadas en el siglo XVIII. Otra, menos frecuente, consistía en hervir el zumo hasta convertirlo en una especie de arrope que, depositado en cajitas de madera, se dejaba al sol hasta convertirse en una pasta dura. «Un pedazo como una avellana da el mismo gusto que una libra de tomates», advertía un cocinero de la época.
El catedrático Serrano, en cambio, intentó revolucionar el sector proponiendo su tomatón, que venía a ser la aplicación sobre el tomate de los procedimientos empleados para la obtención del pimentón. Con la ciencia en la mano, nadie pudo reprocharle ni una coma de su investigación cuando 'El Correo Murciano' publicó en su portada la noticia el 11 de marzo de 1823. Sólo faltaba ensayar el proceso.
La viabilidad del tomatón fue probada en agosto de 1821. Para ello, se escogieron cuatro arrobas de tomates muy maduros y, después de limpiarles la simiente, se colocaron al sol sobre unos zarzos. A los diez días ya estaban secos y preparados para tostarse en un horno y ser reducidos a harina en un molino de trigo. Por último, el tomatón se envasó en botellas de vidrio.
El experimento culminó año y medio más tarde, cuando sus promotores comprobaron que la harina «conserva todavía su color y un buen sabor». Una pequeña porción, que había sido guardada envuelta en papel, se había perdido. Comprobada la utilidad del producto, su inventor hizo un llamamiento «a los grandes y poderosos que tantos millones disipan en satisfacer los caprichos de la gula» para que tendieran sus manos bienhechoras a los futuros fabricantes de tomatón. Nunca más se supo del invento.
Otro de los sorprendentes artilugios que ha dado la inventiva murciana fue el pañal para perros. Este ingenio recogía las heces caninas después de colocárselo al chucho, con no pocas maniobras, por 'do más pecado ha'. Tanta era su utilidad que pronto fue colocado en el trasero de los burros turísticos de Mijas, atribuyéndose el invento sus cuidadores. Y es que, sin lugar a dudas, muchas ideas murcianas han sido después reclamadas como propias en otras latitudes. Así sucedió con la tradición de despedir el año con doce uvas. Sucedió en 1909, cuando los productores decidieron promover esta costumbre para dar salida a los excedentes de la cosecha. Aunque nadie se pone de acuerdo en establecer dónde surgió la idea, lo cierto es que años antes ya se celebraba en Murcia.
Mejor datado está el Avisador de accidentes para coches, invento de Juan García Chacón. Era un dispositivo que se instalaba en el parachoques y, cuando se sufría una colisión, desconectaba todos los circuitos eléctricos del turismo, salvo el claxon que seguía sonando de forma ininterrumpida dando la alarma. El dispositivo, patentado en 1968, esbozaba las líneas maestras de las futuras y ruidosas alarmas.
La inventiva local superó otra marca con la presentación del curioso Panapunto. Este ingenio consistía en una especie de horno, cuyo prototipo fue confeccionado con latas de conserva, que permitía mantener el pan durante siete u ocho días como si estuviera recién hecho. Su inventor, Ángel Moya, concibió un aparato que constaba de dos cámaras, una grande y otra pequeña.
La primera permitía conservar el pan de forma permanente, mientras que la segunda se utilizaba para calentar la cantidad que se deseara consumir. No era la única invención de Moya. Entre sus logros se encontraba un dispositivo para calcular el tiempo que hacía desde que la gallina había puesto un huevo, otro que facilitaba la salida de leche condensada de su recipiente o un sistema de cierre para las persianas de los comercios. Un tiempo antes, los murcianos también podían comprar cerveza 'sin adulteración', como si existiera otra adulterada.
De mayor utilidad era el mecanismo que patentó Andrés Orive y que permitía medir el grado de alcoholemia del conductor a través de su aliento. Cuando éste se subía al vehículo e introducía la llave debía soplar por un alcoholímetro o hablar para que se pusiera en marcha. Si el grado de alcoholemia sobrepasaba los límites establecidos por la ley, el coche no arrancaba.
Algún dispositivo, en cambio, sí gozó de gran aceptación. Es el caso del llamado 'torno antibalas', que los murcianos conocieron en enero de 1981. El torno era un dispositivo de seguridad para farmacias. Inspirado en los tornos de los conventos, el sistema permitía atender al público sin abrir la puerta del establecimiento. «Un cristal antibala, colocado en medio del círculo giratorio, hace inviable cualquier atraco», advertía entonces su creador. ¿Les suena?
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