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La tragedia de los comunes

PRIMERA PLANA ·

Uno de los grandes males de la sociedad española, muy presente en la murciana, es la insuficiente, y en algunos casos inexistente, inspección de los bienes que compartimos, ya sean naturales o no. Ni siquiera está garantizada cuando existe un imperativo legal

Domingo, 20 de diciembre 2020, 07:43

Un un ensayo titulado 'La tragedia de los comunes', el biólogo Garrett Hardin mantuvo en 1968 que los recursos naturales tienden a agotarse y desaparecer porque indefectiblemente los individuos, de forma independiente, somos proclives a buscar ventajas o ganancias particulares en perjuicio del bienestar general. Ese sería el destino inevitable de los bienes comunes que son escasos. Su tragedia, según Hardin. Esta tesis fue ampliamente discutida y para muchos estudiosos sustenta la existencia de leyes y agentes externos a las comunidades locales que velen por la protección de los recursos naturales. Años después, la estadounidense Elinor Ostrom, Nobel de Economía, sostuvo que es posible la gestión estable de los recursos naturales si se cumplen ocho principios básicos. En su obra más conocida, 'El Gobierno de los bienes comunes', Ostrom cita varios ejemplos, entre ellos las históricas comunidades de regantes de las huertas levantinas, que controlaban eficazmente el cumplimiento de las reglas de uso y disfrute del agua, asegurándose que las infracciones cometidas eran eficazmente sancionadas y atajadas.

Una de las grandes tragedias de la sociedad española, muy presente en la murciana, consiste precisamente en que es insuficiente, y en algunos casos inexistente, la inspección y control de los bienes comunes, ya sean naturales o no. El Mar Menor, por ejemplo, es un claro ejemplo de 'tragedia de los comunes': hubo quienes, en beneficio propio, permitieron o hicieron un uso abusivo de los recursos sin pensar en el interés general, con las consecuencias que todos conocemos. Lo más grave es que, aunque ahora vuelve a haber una ley para proteger la laguna, con independencia de su discutida rigurosidad, flexibilidad o utilidad, no hay garantías de que vaya a aplicarse con eficacia por la escasez de inspectores, medios materiales y financiación, la auténtica medida de una voluntad política real. Es normal que los ciudadanos se pregunten qué hacía hasta hace bien poco la Confederación Hidrográfica del Segura tras saber esta semana que ha certificado la existencia de 8.460 hectáreas de regadío ilegal en el entorno del Mar Menor. O qué ha hecho la Consejería de Agricultura como otro garante externo fundamental en la preservación de ese frágil ecosistema.

Si consideramos el dinero de los contribuyentes también como un bien común escaso, el diagnóstico tampoco es mucho mejor para una sociedad con una economía sumergida superior al 24% y un volumen de fraude fiscal imposible de cuantificar. La Consejería de Hacienda planea recuperar 40 millones en los dos próximos años con un plan que incluye un incremento del 23% en las inspecciones. Hace bien la Consejería, aunque por experiencia conviene ser cauto en las expectativas. Y es que la Administración regional no acredita una vocación fiscalizadora ni siquiera de las cuentas que tiene más a mano, las suyas. Hoy, doce de las diecisiete Comunidades tienen órganos de control externo de sus cuentas públicas, que dependen de los Parlamentos autonómicos. En la Región existió un proyecto para crear un organismo supervisor, pero en el último momento el expresidente Valcárcel lo suspendió y en su lugar creó la figura del Defensor del Pueblo, institución en la que colocó al frente un exconsejero de su Gobierno y que solo tuvo cuatro años de vida. El único avance posterior fue el Consejo de la Transparencia, aunque su impacto real es escaso por falta de medios e incapacidad legal para fiscalizar las entidades locales. Mucho apostolado y buenas palabras, pero magros resultados. El Gobierno central tampoco está dando buen ejemplo, pasando de los requerimientos de transparencia y relajando la fiscalización de sus medidas estrella, el salario mínimo vital y los Erte, donde la supervisión de las ayudas deja bastante que desear, quizás para compensar tanto error y lentitud en su improvisada tramitación.

Por el contrario, no puede ser más acertada la propuesta de 300 profesionales a favor de una Autoridad Independiente de Evaluación de Prácticas y Políticas Sanitarias que acabe con la «arbitrariedad en la toma de decisiones». Un organismo que evaluaría, «desde el análisis de la evidencia científica disponible en cada momento», la financiación «de diferentes medicamentos, pruebas diagnósticas, programas o intervenciones sanitarias». Este es el camino para evitar la tragedia de los bienes comunes en la sanidad pública.

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