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Antonio Zapata cree que tragó «demasiada mierda» en la fábrica que Unión de Explosivos Río Tinto tenía en Cartagena. Pero no le gusta utilizar esa palabra. Por eso pide perdón y rectifica: «Demasiado polvo, demasiado ácido sulfúrico». A aquella nave, ubicada junto al barrio de Los Mateos, dedicó los mejores años de su vida, 43 en total, donde ejerció el papel de trabajador y compañero ejemplar.
Era el hombre para todo de la empresa, una persona fuerte e inteligente capaz de ocuparse, según fuera necesario, por igual del papeleo administrativo que de hacer piezas en el torno industrial o de realizar ajustes a la maquinaria. Hoy, con 76 años y anclado a una silla de ruedas, no puede ni siquiera enumerar todas aquellas tareas sin que le falte el aire. A medio decirlas tiene que detenerse un segundo. Sus pulmones han ido endureciéndose y ya solo cuenta con un 20% funcional.
Un día empezó a notar un cansancio pegajoso e irremediable al que no lograba dar explicación. «Me hicieron una espirometría y vieron que no tenía capacidad alguna. Y aquí estamos, sentados. Y te aburres, porque yo me siento joven, pero no puedo moverme. Y mi mujer tampoco puede sacarme».
Ella es Apolonia. Conviven en su vivienda de Alumbres con Pencho, uno de sus tres hijos, de 49 años, que está diagnosticado de una enfermedad mental. El motivo porque el que Apolonia, 'Poli' para Antonio, no puede hacerse cargo de la silla de ruedas es que ha perdido la visión casi por completo.
Los otros dos hijos del matrimonio, que tienen 42 y 53 años, tampoco pueden acudir a la vivienda familiar durante el día desde hace años por motivos laborales, una circunstancia que fue haciendo que ver la luz del sol se fuera convirtiendo con el tiempo en casi una utopía para Antonio. «No quiero que Poli note que estoy aburrido, pero echas de menos que te dé el aire», reconoce.
Por eso, la aparición en su vida hace dos años y medio de Amelia Navarro, una voluntaria del programa de la Fundación Fade para el acompañamiento a mayores, fue para él «como ver a Dios».
Una vez a la semana, habitualmente los sábados, Amelia, que tiene 36 años, acude desde Lorca a la diputación cartagenera para compartir tiempo y aire libre con Antonio, que aguarda ansioso su llegada. «La espero como si me tocara la Lotería, porque nos vamos a la calle», dice mientras observa las paredes de su salón.
Amelia suele corresponder y aumentar la alegría llevándole unos churros. «Me gustan con locura», concede riéndose Antonio. A partir de ahí, siguen una rutina que la voluntaria describe como si con nombrarla ya pudiera disfrutarla: «Desayunamos, hablamos, paseamos, comemos, tomamos café, merendamos... La verdad es que nos pasamos todo el día juntos hablando de nuestras cosas».
La repetición de esa cadenciosa sucesión de costumbres ha ido haciendo crecer, gota a gota, un vínculo especial. Tanto que ya no pueden pasar sin llamarse por teléfono tres o cuatro veces a la semana. Apolonia y Antonio suelen decir que Amelia es la hija que nunca tuvieron. «La queremos como tal», asegura él con cariño.
Amelia ha sentido siempre la necesidad de ayudar a los otros. Hizo su primer intento de voluntariado siendo solo una niña. Se plantó en la parroquia de su barrio y pidió apuntarse en una lista para hacer acompañamiento a personas mayores, aunque el cura nunca la llegó a llamar. «Nunca, nunca. Me acuerdo que di el teléfono fijo de mi casa. Y mi madre me dijo: 'Amelia, no te van a llamar, si es que tienes diez años».
Después, cuando la edad dejó de ser un problema, la vida fue llevándola por otros derroteros. «Los estudios, la casa, el hijo, siempre era demasiado complicado». Por eso, cuando hace cuatro años se separó, supo que era el momento. Se inscribió como voluntaria en varias asociaciones y estuvo haciendo salidas de ocio con personas con discapacidad. Luego le llegó la oportunidad de cumplir aquel deseo de infancia a través de Fade, una de las 183 entidades de voluntariado que existen en la Región. Esta cuenta con 300 voluntarios en diversos programas, de los que más de 90, según detalla su presidenta, María Solís, apostaron en 2023 por el programa de acompañamiento a mayores contra la soledad no deseada.
El pasado año, el Gobierno regional destinó 200.000 euros a la financiación de 29 proyectos, y en el primer semestre se espera la apertura de una nueva convocatoria de subvenciones. El sector ha adquirido tal importancia que el Ejecutivo se ha comprometido a desarrollar, a través de la Consejería de Política Social, Familias e Igualdad, una ley para el sector que permita regular y promocionar estas actividades.
En el programa de Fade, Amelia ha encontrado no solo una forma de ayudar a «un hombre maravilloso», sino también a sí misma. «Estaba atravesando una época en que me asaltaba un miedo horrible a la muerte y a la enfermedad. Me dije: 'A lo mejor te va a venir bien', porque me habían dicho que él estaba en cuidados paliativos, entonces estaba mucho peor que ahora, y empezamos a hablar de todo, también de la muerte. Él trata el tema con tantísima tranquilidad que a mí me calma mucho. Así que nos ayudamos el uno al otro», asegura. «Yo me desahogo con él y él se desahoga conmigo. Hay cosas que me dice a mí porque prefiere no preocupar a su familia. Es una relación muy bonita», explica la voluntaria.
Y es que Antonio también ha procurado siempre ayudar a los que tenía cerca. «Como controlaba de asuntos administrativos, le tramitó a mucha gente del pueblo bajas, solicitudes de discapacidad, todo gratis», cuenta Amelia.
También se volcó con los niños de familias en riesgo de exclusión de Los Mateos. «Me los llevaba a casa -recuerda él-. Mi mujer los peinaba, los aseaba, les daba ropa de nuestros hijos, y yo los apuntaba a la escuela». A uno llegó a sufragarle los estudios hasta el Bachillerato. «A ese le dejaba pagado el desayuno, la comida y la cena en un bar que había enfrente de la fábrica», recuerda. Hoy, recibe de vuelta, a través de Amelia, la esperanza que dio a otros, un poco de luz, el 20% del aire de la calle.
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