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Jam Albarracín
Viernes, 1 de mayo 2015, 03:02
Es errático, díscolo, caprichoso. Sus declaraciones levantan ampollas no solo cuando versan sobre su apoyo talibán a la causa de los animales y cada concierto que suspende es más noticia que los que ofrece. Individualista contumaz, coherente en su intransigencia -los cheques en blanco se le acumulan para que reviva a The Smiths, cosa que no hará- y tan soberbio y testarudo como para enfrentarse al director de su discográfica y retirar del mercado su último disco, el notable World peace is none of your business, apenas unos meses después de su lanzamiento y tras cinco años sin publicar. Da igual si tiene más o menos razón, si su misantropía es aceptable o si su narcisismo intelectual es excesivo: cuando Morrissey agarra el micrófono y entona sus melodías con semejante grado de romanticismo devastador, el mundo empieza a moverse a cámara lenta y todo adquiere el extraño equilibrio de eso que llamamos belleza.
Es reiterativo señalar que, tanto al frente de The Smiths como en solitario, Morrissey ha escrito algunas de las páginas más gloriosas de la música popular de los últimos 30 años. Su dramatismo, su afectación, su sensibilidad extrema, su ego estratosférico y su pedantería incurable solo son comparables a la mayúscula calidad de las decenas de canciones inmaculadas que jalonan su trayectoria. ¿Que se mete en charcos? En todos los que encuentra. ¿Que no permite que se coma carne? Pues nos zampamos un vegetal. Pero cuando suenen Suedehead, Certain people I know, Stop me if you think youve heard this one before o Everyday is like sunday, cualquier consideración ajena al arte carecerá de sentido.
Errático, extraordinario e impredecible, Morrissey es un artista de otro tiempo. De ese final de siglo XX que todavía generaba iconos geniales y políticamente incorrectos. De esa época en la que todavía se moría por amor.
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