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Tres menores del centro Rosa Peñas hacen los deberes de Lengua Castellana junto a una de las educadoras. NACHO GARCÍA / AGM
El hogar de los 'menas'

El hogar de los 'menas'

Normas, educación y cariño son los pilares de la atención que reciben los menores extranjeros tutelados en el centro Rosa Peñas, en la pedanía murciana de Santa Cruz: «El objetivo es que su integración sea total»

Domingo, 3 de noviembre 2019

«Que tus sueños sean más grandes que tus miedos», reza un cartel multicolor pintado a mano en una de las habitaciones compartidas del centro de menores tutelados Rosa Peñas, en la pedanía murciana de Santa Cruz. El papel comparte corcho con fotografías de jugadores del Real Madrid, dibujos de coches y trenes y horarios de clases. Un panel de sueños sin espacio para el miedo. En el exterior, el campo de fútbol está vacío y el de tenis de mesa, plegado poco antes de las doce del mediodía de un jueves cualquiera. Toda la vida se concentra a estas horas del día en los hogares. Que no son barracones. Ni casetas, porque las casetas «son para los aperos, para los perros», deja claro la jefa del Servicio de Protección de Menores de la Consejería de Política Social, Noelia Laso, que acompaña a 'La Verdad' en la visita junto al director general de Familia y Protección de Menores, Raúl Nortes. «¿Qué estáis haciendo ahora?», pregunta Nortes a tres cohibidos chavales de unos quince años, que cumplen con las horas de refuerzo escolar (ellos van al instituto por la tarde), y a los que les cuesta despegar la nariz de los cuadernos de Lengua Castellana y comprensión lectora. El comentario de texto del día se titula 'Un disfraz de lobo feroz'.

La estética del centro no ayuda a entender que en esta finca de 10.000 metros cuadrados hay sencillamente «hogares» para 72 niños necesitados de protección pública (de las más de 200 plazas que ofrece actualmente la Comunidad), y que hoy están copados por 70 menores extranjeros no acompañados ('menas'). Así lo reitera Judit García, directora del centro y una «madre en España» para muchos de los chicos que habitan tras estas paredes, tal y como reconocen los propios 'hijos'. Este sitio es «su casa», y por eso se ha levantado «cumpliendo con los máximos estándares de calidad», apunta José Luis Sánchez, coordinador de la Fundación Antonio Moreno, que gestiona el centro. «Forjado de hormigón, placas solares, energía geotérmica, tabiques, climatización en invierno y verano...».

La comodidad es fundamental, pero también las «normas y los límites». De hecho, «tienen más normas y límites que mis hijos en casa», señala Sánchez. Por ejemplo, a la hora de restringir el uso del móvil, cuando hay que apagar la luz no más allá de las once de la noche o cuando toca ordenar las habitaciones (que son responsabilidad exclusiva de los chicos) antes de salir al instituto por la mañana, «como en cualquier familia». A las siete menos cuarto de la mañana, «las siete, como muy tarde», todo el mundo está en pie. Algunos ya están despiertos poco después de las seis, para cumplir con el rezo. Cada dormitorio, diseñado para tres usuarios, luce impoluto el día de la visita. ¿Y qué ocurre si alguno 'pasa' de arreglar su parte del cuarto? «Cuando vuelva de clase tiene que ponerse a ordenarlo. Después de los deberes y de los talleres, en su tiempo libre, le tocará ayudar en tareas comunes (barrer el comedor y el salón, por ejemplo). Y, dependiendo del nivel de reiteración, pues quizá no venga a la salida educativa del viernes por la tarde al museo. Y tampoco tendrá su salida del sábado», explica la directora. Sábados que giran en torno a «las liguillas deportivas con otros centros», o también a «una quedada con compañeros de clase para comerse un kebab». Lo más normal del mundo. Eso sí, al centro no se puede llegar más tarde de las once de la noche. Y siendo una excepción.

Rachid pasa su último día en «el nido», según define el centro. Acaba de cumplir los 18 años y promete volver para «invitar» a su «familia».

Sin embargo, y como la atención a los menores siempre es «individualizada», no siempre se pueden aplicar los mismos castigos ni las mismas recompensas. Cada chaval es un mundo, «con unas necesidades específicas que merecen ser atendidas de una manera específica», apunta García. Por eso, el acceso a cada uno de los tres hogares depende de los niveles de integración, que se miden tras una evaluación de parámetros como el dominio del idioma.

«¡Yo quiero a España!»

Al centro, que empezó a construirse en mayo de este año y que ha motivado una de las primeras polémicas entre Vox y el Gobierno regional, aún le falta un módulo de servicios generales con aula de usos múltiples, comedor y lavandería, además de tres pistas deportivas y una piscina. En una de las salas del primero de los hogares, cinco muchachos refuerzan su castellano y la geografía española con ayuda de otro educador y un traductor. En la libreta de uno de los chicos, banderas de España a rotulador con menor y mayor acierto. «¡Yo quiero a España!», sentencia alto y claro uno de los alumnos, mostrando su progresión con el idioma. «Son esponjas. Lo absorben todo. En dos meses ya se manejan bien en una conversación», apuntan los profesores. En la sala contigua, las clases de refuerzo son de Ciencias Sociales y Ciencias de la Naturaleza mientras Reduan (nombre ficticio), uno de los 412 menores llegados a las costas murcianas en 2017, repasa los conceptos de Mecánica de su grado de FP. Cuando salen por la puerta, al cumplir los 18, continúan su formación en diferentes programas de inserción laboral.

A las siete de la mañana hay que estar en pie, y a las once de la noche se apagan las luces: «Tienen más normas que mis hijos en casa»

También hay una amplia lista de talleres que se imparten dos días a la semana, y en los que los chavales aprenden «desde educación afectivo sexual a cómo hacer un currículum o el Bando de la Huerta». De ahí el «acho» que alguno incorpora a su vocabulario en pocas semanas. El objetivo básico del centro, señala José Luis Sánchez, «es que los chavales salgan conociendo la cultura del país en el que están para que la integración sea total. Que sepan cómo se entiende la vida en España, cómo se tratan aquí ciertos temas en comparación con sus países de origen...». Como se van a quedar en España, «tenemos que devolver a la sociedad a personas completamente integradas, que sepan respetar las costumbres de este país, y ese es un trabajo fundamental en el centro». Y el grado de integración, señala el coordinador de la Fundación Antonio Moreno, «es muy alto, prácticamente total». En cualquier caso, mucho más alto que si no se desarrolara la labor, callada e invisible de puertas para afuera, que realizan estos profesionales: «Tenemos que entender que, si este trabajo no se hiciera, los chavales que llegan seguirían estando en nuestro país pero con niveles de integración mínimos, generando problemas en la sociedad por importantes choques culturales», argumenta Sánchez. «La inversión de la Administración va destinada a que al final tengamos personas de provecho».

Además de educarlos, de integrarlos en la sociedad y de ponerles límites como a cualquier crío de edades comprendidas entre los 12 y los 17 años, en el centro «también procuramos proporcionar esa parte de afecto que cualquier adolescente necesita, sobre todo cuando están lejos de su familia», subraya Judit García. Porque «lo que más sufrimiento provoca a estos chavales es el desarraigo». En la mayoría de los casos, añadido a historias trágicas. «Huyendo de abusos, de maltratos y de abandonos», y dándose de bruces en su primer contacto con España con Policía Nacional, Guardia Civil y Cruz Roja tras esquivar las fauces del Mediterráneo. Aquí no se olvida el caso de aquel pequeño que no podía desprenderse ni un solo segundo de un pañuelo de su madre, que corrió peor suerte en el trayecto. Ni siquiera dejó que nunca nadie lo lavara.

«No puedo decir nada malo de los zagales; no tengo motivos»

«Aquí seguimos igual de tranquilos que siempre». Joaquín Robles, de 36 años, pasea despreocupadamente a su perro 'Otto' por una de las aceras de la calle Mayor de la pedanía murciana de Santa Cruz, tan poco transitadas como de costumbre, y contradice con una sola frase el discurso de Santiago Abascal, líder de Vox, quien aseguró el pasado domingo en Murcia que «los centros de 'menas' destruyen la tranquilidad y la convivencia de los barrios».

No parece el caso de Santa Cruz, que permanece desde hace años «tranquila», coincide la jubilada María Marín. Ella cree que a los vecinos «les sentó mal no saber lo que estaban construyendo» en esa finca y que «metieran ahí a un montón de gente que no se sabe de dónde viene». Dicho esto, también cree esta vecina que «se dicen muchas cosas, que si hay más robos, pero robos también había antes. Yo no puedo decir nada malo de los zagales porque no hay motivos reales para ello. Ni los he visto, ni sé quiénes son».

A Patricia, la camarera de uno de los bares de la pedanía, no le afecta el centro de menores «para nada», aunque se queja de que la localidad «no tiene vida», de que hay «muchos centros sociales en la zona para tan pocos servicios públicos» y de que «los vecinos están preocupados. Quizá porque tengan muchos perjuicios e incluso racismo». No parece el caso de Antonio, el único cliente que aparece en un buen rato por esta cafetería, que deja claro que en Santa Cruz «se habla mucho del centro de 'menas'» pero, como el resto de los vecinos entrevistados por 'La Verdad', reconoce que vive «igual que siempre». A pesar de la «alarma y los rumores». De los discursos radicales y las noticias falsas. «El centro, de momento, no ha sido malo, pero bueno tampoco», concede Antonio.

«No hay más delincuencia»

«Yo no vivo más intranquilo desde que está el centro. Aquí todo sigue igual, y tampoco hay más delincuencia que antes», coincide César Baños, gerente del supermercado Vigueras, muy próximo al Rosa Peñas. Admite que la «preocupación» de parte de los vecinos puede darse «por las noticias y por algunos discursos, no por la realidad cotidiana del pueblo». Eso sí, también se pregunta Baños «qué hacen los chicos cuando cumplen la mayoría de edad y abandonan el centro». Esperando para pagar, mientras su hija de pocos meses de edad se come sin pestañear un 'gusanito' tras otro, Laura Gaspar se une a la conversación: «Yo conozco a alguno de esos chavales. Mi sobrina va con ellos al instituto. Son estudiantes que no se meten con nadie y van a su rollo. Y son muy educados». Está convencida de que los chavales «no hacen nada malo», y por eso a ella no le ha «molestado» la instalación del centro en la pedanía. Tampoco se ha llevado la tranquilidad que vino a recobrar al pueblo donde nació. «A mí no me ha quitado el sueño», resume. Y no le quitará el sueño que su niña, que sigue poniéndose morada ajena a la charla, «juegue en el parque con un crío que sea extranjero. Se juntará con todo el mundo».

'La Verdad' no ha podido hablar con el alcalde pedáneo de Santa Cruz, Pedro Sánchez (PP), a pesar de los intentos realizados.

Desde el primer momento hay una intervención con psicólogos, pero tampoco falta un gesto de cariño o una sonrisa cómplice cuando la ocasión lo requiere. «Muchos de ellos han venido siguiendo una única opción de vida para procurarse un mejor futuro», recuerda la directora del Rosa Peñas. O un futuro, simplemente. Los familiares de estos menores «mueren en sus países de origen mientras los chicos están aquí, o directamente no tienen familia». Esto se sabe porque, como recoge la normativa, una de las primeras actuaciones que se realizan en el centro cuando llegan estos menores -en su inmensa mayoría varones y argelinos-, es «intentar localizar a quien pueda hacerse cargo del chaval. Vienen familiares de otras partes de España, o de Francia, o de Alemania, nos acreditan que son familiares y se llevan al chico». En otras ocasiones, los jóvenes se empeñan en seguir su camino hacia el país europeo donde se encuentra algún hermano, algún tío, algún familiar al que no hay manera de encontrar. «En ese caso, tratamos de convencerles de que la mejor opción es tratar de ponernos en contacto desde aquí. Que a dónde van a cruzar media Europa sin recursos, sin contactos». Unos pocos continúan su ruta por su cuenta. Pero nunca escapando del centro, «porque para escapar hay que estar recluido», deja claro García. Y el Rosa Peñas se parece a una cárcel lo que un pito a una pelota.

«¿Cómo son los 'menas'?»

Ni siquiera a esa cárcel imaginaria en la que algún que otro zoquete se puede sentir en clase. Aquí dentro hay alumnos de instituto que son «auténticos portentos en el ámbito escolar», ilustra la directora, quien también admite que no son pocos los que llegan a nuestro país basando sus sueños «en Leo Messi, en esa España que les vendemos por televisión». Por eso hay otra importante tarea a la hora de «trabajar esos sueños. ¿Qué niño de 12 o 13 años no quiere ser futbolista? Les damos a entender que lo primordial es la formación, que pueden acabar la Educación Secundaria. Y, paralelamente, buscamos un equipo de fútbol, o actividades deportivas que les motiven. Ahora tienen mucho 'pique' con los maratones y las carreras populares. Se quieren apuntar a todas. Y alguno hemos tenido que ha llegado a entrenar en las categorías inferiores del Real Murcia», revela García. «Que esa parte de sueño no acabe, aunque a nivel profesional esté complicado», apunta la 'madre española'. Sin embargo, una de las mayores expectativas que transmiten los menores tiene que ver con el ámbito laboral. «Tienen mucha urgencia por ayudar a sus familias, y la realidad es que si no tienes 16 años no puedes trabajar, y su permiso de residencia no les autoriza a ello».

Tampoco reciben «ayuda económica alguna» por parte de la Administración, desmienten, y las que se pueden recibir en el ámbito nacional al cumplir la mayoría de edad, tanto menores extutelados extranjeros como nacionales, «están sometidas a requisitos muy estrictos», explica Judit García, que acumula más de once años trabajando en el ámbito de la protección de menores, y que arremete contra la «injusta» estigmatización que sufren estos niños. «Ellos ya tienen para toda la vida la etiqueta de ser extranjeros en un país que no es el suyo, y no necesitan que, mientras son menores, y están peleando por tener una vida decente, se les atribuyan características disruptivas, violentas, delictivas. Es absolutamente injusto, además de completamente irreal».

A José Luis Sánchez suelen preguntarle mucho: «¿Cómo son los 'menas'?». Son «adolescentes», resume. «Críos de trece, catorce, quince años que se miran al espejo, que se peinan, que se echan su colonia. Son chavales como los demás. Con sus cosas buenas y sus cosas malas. Con su rebeldía y sus ilusiones». Ajenos en muchas ocasiones a cómo se les define tras las vallas. Cuando ven una pintada que pone 'No a los menas', se preguntan: «¿Yo soy eso?». «No deberíamos ponerles apellidos», según Sánchez. En todo caso el de «supervivientes que siguen teniendo una gran sonrisa», define Noelia Laso, quien añade que «lo más gratificante de este trabajo es comprobar la evolución de estos chicos». Incluso «mantener el contacto con un chaval que ha conseguido un trabajo tres años después de salir de aquí, o que tiene la suerte de seguir estudiando», apunta García.

La despedida

El mismo día que 'La Verdad' visita el Rosa Peñas, Rachid (nombre también ficticio) tiene las maletas hechas para salir del centro porque ya tiene 18 años y un día. Ya tuvo su fiesta de cumpleaños «y también de despedida» la noche anterior. La emoción se palpa en el ambiente cuando Rachid, que da la última lección de gramática junto a un profesor y varios alumnos más, promete volver pronto de visita «con algo bajo el brazo para invitar a mi familia» española. Lo dice este joven llevándose la mano al pecho, en un gesto muy típico del Magreb cuando algo sale del corazón, y refiriéndose al centro como «el nido». Ese nido murciano donde los miedos no pueden con los sueños.

Miloud Belghoul, fotografiado en el Jardín del Malecón. v. vicéns

«Cuando llegué a Europa solo pensaba en volver a Argelia»

Nunca tuvo miedo al mar Miloud Belghoul (Mostaganem, Argelia, 2001). «Nací y me crie junto a la playa», explica. Esas playas del norte del Magreb donde las pateras son ya tan habituales y tan demandadas que parecen «taxis» al servicio del cliente, ejemplifica en aceptable castellano este chaval de profundos ojos marrones, incipiente bigote y tímida sonrisa. «Yo nunca había pensado en salir de mi país, coger una barca y venir a Europa», relata. Hasta que un día, en el instituto, sus amigos lo plantearon. Él fue el único que se negó. Pero la puerta hacia el «paraíso europeo», por la que iban a pasar todos su colegas, ya no se iría de su cabeza. «El paraíso».

El salto lo acabó dando Miloud, junto a otros once navegantes, el 12 de octubre de 2017, en una zódiac cuyo pasaje le costó 250 euros. Una ganga, en comparación con los exagerados montantes que se ven obligadas a reunir las víctimas de algunas mafias dedicadas a la trata de personas. A él le hicieron «rebaja» porque el piloto era amigo de su hermano mayor, que era el único de la familia que conocía de antemano los planes de Miloud. «Si se entera mi padre, me mata», admite con sonrisa de pícaro, diciendo ser consciente de la suerte que tuvo al salvar esa fosa común que es el Mediterráneo. «En el trayecto nos encontramos con otra patera a la que se le había apagado el motor y tuvimos que ayudar». Fue la única incidencia de un viaje tranquilo, con el mar en calma. Cuando llamó a casa, justo después de pisar suelo cartagenero, su madre solo le decía: «¡Vuelve, vuelve!». No parece que vaya a volver. Al menos ahora. Tiene un sueño por cumplir.

Miloud Belghoul, que ha pasado casi un año y medio en centros de menores tutelados de la Comunidad Autónoma, es ahora -con la mayoría de edad recién adquirida- uno de los beneficiarios de los programas de inserción sociolaboral que la Consejería de Política Social desarrolla en colaboración con entidades como Cruz Roja o Cáritas. Los últimos pasos hacia la integración total. Vive en un piso tutelado de la pedanía murciana de La Alberca junto a otros once chavales, y lleva dos semanas haciendo prácticas de camarero en una cafetería del barrio del Carmen, donde no tiene problemas para cortar jamón o tirar una cerveza, a pesar de sus creencias. Ante todo, «profesional». Él es la respuesta para quienes se preguntan qué hacen los 'menas' cuando salen de los centros.

Miloud sueña con ser traductor, precisamente para ayudar a esos niños que llegan a España, como él, sin conocer una pizca del idioma. Pero la hostelería es su camino más rápido para cumplir el primero de los objetivos que se marcó cuando se lanzó al mar aquella noche: mandar dinero «cuanto antes» a su casa en Argelia, donde «solo hay para comer». Con la mirada limpia de quien todavía no es más que un crío, admite que en su país no se iba «a morir de hambre». Pero quería un futuro mejor, «también para mi familia, aunque nunca me han pedido nada», matiza.

Un futuro que, sin embargo, le hizo pensar en el pasado inmediato al poner el pie en ese «paraíso» construido en los ratos muertos del instituto de Mostaganem: «Cuando llegué a Europa, solo pensaba en volver a Argelia». La soledad en el centro de menores, la dificultad con el idioma y la desaparición instantánea -como si fuera un espejismo- de ese vergel imaginario de oportunidades laborales, riqueza económica y solidaridad a raudales, contribuyeron al desánimo en Miloud. Pero nunca a una derrota.

Aficionado al Atlético de Madrid y fan de Andrés Iniesta cuando hay que demostrar las habilidades en los campos de fútbol que tanto le gusta pisar, este joven argelino fue consiguiendo pequeñas victorias en su nuevo país de acogida, siempre con «los papeles» en mente. Por eso siempre tenía Miloud «todo perfecto» en los centros de menores por los que ha pasado, donde recibía una paga semanal por su 'buen hacer'. «Cinco euros si tenías la máxima calificación, cero euros si tenías la más baja. Yo he logrado ahorrar en este tiempo», se enorgullece. Y vuelve a sonreír.

En el instituto de Caravaca de la Cruz dejó compañeros «maravillosos», define. Aunque también se acuerda de los amigos que vinieron con él a España en patera «y terminaron marchándose». Algunos «a Alicante», otros «a Francia». Algunos «han robado», aunque él no lo ha visto en primera persona ni tampoco ha pensado «nunca» en hacerlo. «Si lo han hecho ha sido por necesidad, por urgencia, porque están en la calle. Como lo haría otra persona». Eso sí, no conoce Miloud a «ningún compañero del centro que haya hecho estas cosas».

Tampoco se olvida este joven camarero de todos los educadores, psicólogos y trabajadores sociales que ha conocido en estos meses. Ni de una región que «jamás» le ha tratado con racismo. «Muchas gracias. Nunca olvidaré lo que habéis hecho por mí».

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