La sonrisa de Chelsea
jose antonio martínez-abarca
Domingo, 7 de diciembre 2014, 10:26
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jose antonio martínez-abarca
Domingo, 7 de diciembre 2014, 10:26
La desaparición del hooliganismo violento en Inglaterra se toma como ejemplo de lo que debe ocurrir en el fútbol español. Pero, en realidad, en Inglaterra no se ha podido acabar jamás con el hooliganismo violento. Siguen existiendo todas las empresas ultras (firms) que alcanzaron renombre mundial, emuladas y superadas hasta llegar a la hiperviolencia nihilista en países del Este, donde los fanáticos de algunos equipos son indistinguibles de mercenarios paramilitares. Lo único que se pudo conseguir en Inglaterra es el traslado del campo de batalla de los ultras: de destrozar los estadios y hasta las ciudades donde había un partido ese día, y luego quedar para apalearse, se ha pasado a solamente quedar para apalearse, en lugares donde la opinión pública mayoritaria no se sienta concernida. Esconder la basura siempre da buen resultado mediático.
El único objetivo realista en el fútbol español, si quiere parecerse a la Premier (aunque sea en ingresos), es acabar con la violencia institucionalizada, la que emana de los propios clubes. Seguimos conservando esa agresiva cerrilidad aldeana tan nuestra, que con el tema autonómico ha ido a bastante peor. En Inglaterra, por ejemplo, los guardias de seguridad del estadio no expulsan a nadie por llevar una camiseta blanca entre un océano azulgrana, ni el respetable agrede a unos niños por caer en una parte equivocada del campo. Hacia este objetivo ambicioso y lejano -dado el incurable guerracivilismo de nuestra masa- debe dirigirse el fútbol español. Pero no podrá evitar, como no se ha podido evitar en la modélica Premier, que fuera haya quedadas de hooligans. Ni que a alguna cabecita pensante se le ocurra importar aquí la llamada sonrisa de Chelsea de los cortadores de cabezas de Stamford Bridge, que consiste en cortar con una navaja las comisuras de la boca de aficionados rivales, para que se quede como la del Joker de Batman. Ni que sigan produciéndose muertos. Es sorprendente la facilidad que tiene la gente en morirse cuando se empeña en que eso ocurra.
El definitivo exponente antiviolencia en Inglaterra no fue el Dalai Lama: fue la dama de hierro Margaret Thatcher. La decisión firme de actuar a partir del año 1985 contra los lejanos herederos de Patrick Hooligan, un célebre borracho pendenciero irlandés en el Londres sepultado en humo de turba de finales del siglo XIX (compartía escenario y época con Jack el Destripador), se tomó en el Parlamento Británico tras que los Urchins, o golfillos, del Liverpool FC provocaran la muerte de 39 aficionados en Heysel y se vetara a los clubes ingleses durante cinco años en competiciones europeas. La pérdida de ingresos y de posibles éxitos deportivos -el poderoso Liverpool FC tendría con mucha probabilidad alguna Copa de Europa más en sus vitrinas, pues aún quedaban unas temporadas para la aparición del Milan de Berlusconi- decidió a todos a cortar por lo sano, por su propio interés.
Tras Heysel y sobre todo tras Hillsborough, cuatro años después (96 quedaron aplastados en la ratonera que era el campo del Sheffield Wednesday) la gran mayoría de clubes ingleses pidieron enormes créditos en condiciones muy ventajosas, con la ayuda del Gobierno, para rehacer por completo unos estadios que eran chabolas gigantes, o edificar otros nuevos. Sentando a todos los espectadores por ley se acabó con aquellas asfixiantes calderas masificadas que se formaban en los fondos de los campos, donde había que mantener los brazos siempre en alto sosteniendo las bufandas porque de bajarlos no podías volverlos a subir. Pero el factor decisivo para desterrar la violencia de los estadios fue la avaricia: se empezaron a cobrar pequeñas fortunas por las entradas más baratas, plusvalías dirigidas a devolver aquellos créditos para los nuevos estadios. Se comprobó que las familias burguesas británicas, con sus niños, estaban dispuestas a pagar mucho más por ir a sentarse en esos campos que los hooligans, pues la mayoría de estos dependían de subsidios sociales. Esa mezcla de oportunismo político, realismo deportivo y financiero y acceso a las comodidades apartó a los violentos. Pero no acabó con ellos.
Para la mentalidad británica, algo que ocurre fuera del ordenado escenario que al ciudadano medio le interesa (o sea, algo que ocurre en el continente europeo o bien en el descampado más próximo), es como si a todos los efectos no existiera. Por eso se tiene como cierto que Inglaterra acabó con su hooliganismo. Solo es media verdad. Ya no está en el fútbol, solo en sus aledaños. En los equivalentes al río Manzanares de allí.
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