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JOSÉ MANUEL LUCAS CABALLERO
Domingo, 1 de mayo 2016, 08:45
Mire, jefe, yo a usted le cuento la historia las veces que haga falta. Que yo ya no me tengo ninguna prisa. Que sé que luego vendrán a por mí y que la soga me espera. Bien sabe usted, que siempre han estado las tierras estas regadas con la sangre nuestra. Ahora bien, quiero que sepa que yo maté a ese hijueputa con todas las de la ley. Pues a palos me mató a la Rufia el muy hijueputa, ¡a palos!, jefe, ¡a palos! Que sí, que la Rufia estaba revieja ya y a veces se atascaba y no había coraje ni manera de hacerla andar. Pero, jamás, jefe, jamás por eso se dejó de hacer el trabajo nuestro. ¡Nunca! ¡Nunca¡ Ahorita se lo digo, no pocas veces me cargaba yo con el grano a lomos para llevarlo hasta el almacén. Que uno es chaparro pero fuerte como un mulo. Cierto es que a veces nos retrasábamos con la jornada respecto a los demás, pero la tarea nuestra, lo que nos tocaba hacer cada día se terminaba siempre, jefe, ¡siempre! Que desde que comencé a trabajar en esta hacienda, desde bien chamaco, en mi vida di problema alguno, ni fui metiche ni pedinche ni nada de nada. Solo hacer mi trabajo y poco más, jefe, y poco más. Que si alguna vez tomé de más a nadie di brete o apuro. A nadie, jefe, a nadie. Y no piense usted que soy un desagradecido. Que la hacienda ha sido mi hogar desde que madre se fue cuando yo tenía ocho años. Y trabajo no me faltó desde entonces ni tampoco techo ni plato de comida. Padre no tuve. Madre nunca me dijo, ni tampoco puse oídos a las malas hablas que decían que madre se fue huyendo de un garañón cualquiera. No, yo solito me dediqué a la faena. A la labor que se me encomendó cuando me pusieron a trabajar con Valdés. El viejo fue lo más parecido a un padre que tuve. Y mire que no pocas veces me molía a palos cuando los tragos se le iban de mano. Pero aún recuerdo que, cuando de puro cansancio ya no podía caminar, el viejo me subía, arriba del grano, encima de la Rufia, y yo, ahí arriba, era feliz, jefe, ¡era feliz!
Con los años, el viejo fue el que empezó a cansarse de caminar y yo el que le decía de subirse a la Rufia, a cambio, claro, de cargar yo con algún que otro saco de grano sobre mis costillas. Nunca me lo aceptó. Un día que no pudo dar ni un paso más lo tuve que llevar, casi a rastras y entre insultos, hasta la choza. Esa misma noche se agarró del cuello con una soga en lo alto del establo. Yo tenía quince años, jefe. Con él aprendí todo lo que una persona como yo puede aprender sobre el trabajo y la vida en estas tierras.
Así pues, sepa usted que desde entonces me encargué de la Rufia y de las labores que antes hacía con el viejo. No tuve problema alguno en sacar toda la faena adelante. Es más, cada vez sacaba mejor, y en mayor cantidad, el trabajo. Recuerdo que Jorge, el capataz, vino a pedirme que aflojara el candil, que los otros se quejaban de que empezaban a exigirles más faena y que la mayoría ya no daba más de sí. Y eso hice, jefe. Que lo mío siempre fue estar como si nada. No dar problema y pasar lo más desapercibido posible. Nunca tomé esposa, sabiendo lo que sabía, y como bien conoce un hombre dónde buscarse sus momentos, no eché en falta las amarguras de tantos otros. Que bien que lo aprendí del viejo. Yo a cumplir con mi trabajo, mi Rufia, de cuando en cuando tomar un trago y, siempre que no hubiese que ir a buscarla, esperar la hora; que con la vida, jefe, nunca se sabe.
Son tantos los años que se fueron desde aquellos días que uno ya no recuerda si no es, solo, o lo bueno o lo malo. Todo lo demás, de tan parecido, se me olvidó. Mi desgracia, jefe, vino con la desgracia de otro. El día que a Jorge, el capataz, le descosieron la piel a puñaladas, en el antro de la Loma, comenzó la mía. Bien dicen por ahí, jefe, que las desgracias nunca vienen solas. Al nuevo capataz no sé qué ojeriza le dio conmigo, le juro que no lo supe hasta al final, pero desde el primer día empezó a hacerme mala sangre. Que si era un mulo, que si era un inútil, que si me iba a matar a palos, que si lo que fuera, jefe, lo que fuera. Todo de mí le parecía mal. Como antes le dije, aunque a veces nos atrasábamos con la jornada, jamás dejamos de hacer todo nuestro trabajo como los que más. ¡Nunca! ¡Nunca! Pero a los dos días, el muy hijueputa ya me estaba moliendo a zurriagazos, día sí, día también. Aguanté todo lo que pude, jefe, todo lo que pude, esperando que se olvidara de mí. Pero el hijueputa, más y más. En todos mis años en la hacienda nunca pedí nada, jefe, nada. Ya sabe, yo a lo mío. Así que maldita la horita que pensé que me merecía un favor, un algo, o yo qué sé. Maldita la horita en la que me aseé y me vestí como los que en domingo a misa van. Lo más decente que pude, jefe, lo más decente. Maldita la horita en que me allegué hasta el rancho pensando que se me haría justicia. Maldita mi vida toda, jefe, maldita. Que ese hijueputa al día siguiente me mató a la Rufia. ¡A palos!, jefe, ¡a palos! Mire que agarré la soga y me fui adonde el viejo, pero quiso Dios que no me tuviese el valor para que no me fuera sin hacerme escuchar.
Así que, no más, regresé a lo mío. Ahorita, que me dieron un burro para hacer la faena. Un burro, jefe, ¡un burro! Y el hijueputa ese estuvo tres semanas desaparecido, pero allá que volvió. De primeras no se me arrimaba, pero no tardó en venir otra vez a hacerme la mala sangre. Que si el burrito ya no me daría lo que la mula, que si sería capaz de ser tan puerco como inútil, o que si a mí también me mataría a palos. Y zurriaga va, y zurriaga viene. Y yo, sepa usted, cada día más duro. Cuanto más me pegaba y me insultaba, menos me afrentaba, jefe, y él, más y más. Y bueno, ya conoce usted lo que pasó hace una semanita. Bueno, no lo sabe, pero yo se lo cuento, jefe, que para eso vine aquí, para hacerme escuchar.
Pues lo que pasó es que ahí vino el hijueputa ese a hacerme otra vez la mala sangre y como siempre zurriaga va y zurriaga viene. Aunque yo jefe, ni inmutarme, ahí parado, inmóvil como una espiga de trigo antes de ser segada por la guadaña. Así que ese día, el muy hijueputa, se puso como loco. No se imagina usted cómo se revolvía de todas las maneras posibles para, desde el caballo, darme con la zurriaga. Y yo, a poco que hice, le agarré la zurriaga y se la quité, jefe. No vea la cara que se le quedó. Nunca antes había visto a nadie así de arrebatado. Él giró bruscamente sobre su caballo y me arreó tal patada que fui a dar contra la tierra a los pies del burro. Sentí correr la sangre por mi boca. Lo vi bajarse del caballo y venir corajudo hacia mí. Ahí estaba yo, tirado en el suelo, con la cara ensangrentada y la tierra sintiendo todo el asco de mis ojos. Bien supe que esa era la mía. Cerré el puño con tantas ganas que pareciera que mis dedos iban a atravesar la mano. Le arreé con todas mis fuerzas, jefe, con todas mis fuerzas. El muy hijueputa no tuvo tiempo ni de gritar. O igual si gritó, pero allí nada más que se oyeron los inmensos alaridos del burro. Y es que no vea usted qué puñetazo le arreé al burro en todas sus partes, jefe, en todas sus partes. La coz que lanzó el burro fue tan salvaje que el hijueputa ese ni la vio venir. Le metió media cara para adentro de la cabeza. Y yo fui feliz, jefe, tan feliz, como cuando montaba a mi Rufia.
Después, tras estar un tiempecito contemplando a ese hijueputa sin cara, lo dejé ahí tirado, al lado del burro, y corriendo me fui hasta la cuadra. ¡Una desgracia! ¡Una desgracia! A gritos llegué alertando a todos los que allí estaban. ¡De una coz! Lo ha matado de una coz. ¡El burro!, ¡el burro lo ha matado! Todo lo demás, es lo que usted sabía hasta ahora. Una desgracia, jefe, una desgracia.
Y ya ve, así podría haber quedado la historia, que nunca nadie sospechó nada. Ojo por ojo, y ya. Pero ese día me enteré de que ese hijueputa era hijo suyo. Yo no sabía. Al parecer lo mandó usted hace muchos años a trabajar a otra hacienda porque se había enamorado de una de las mujeres nuestras. Y eso, jefe, usted no lo podía consentir. Sobre todo porque esa ya estaba ocupada.
Entonces entendí todo. La inquina hacia mí de ese hijueputa y por qué usted nunca quiso verme ni escucharme. Pero sí quiso Dios que no me agarrara la soga al cuello. Así, hoy me ha podido usted escuchar. Y siento si antes fui muy brutote cuando le corté la oreja, jefe. Aunque sepa usted que, ahorita que me ha oído, le voy a cortar la otra. Porque para qué sirven unas orejas si no es para escuchar, ¡eh, jefe! Pero no me mire usted así, que yo ya pronto seré abono. No me mire así con esos ojos suyos tan igualitos a los míos. Esos ojitos que nunca antes me quisieron ver, ¡eh, garañón! Porque para qué sirven unos ojos si no es para ver, ¿para qué?, ¡eh, padre!, ¿para qué?
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