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Mapas sin mundo

PEDRO ALBERTO CRUZ

Domingo, 6 de diciembre 2015, 19:44

Necesito los hábitos para sobrevivir pero detesto la disciplina. Y eso estrecha hasta lo imposible la franja de realidad en la que puedo vivir. El hábito y la disciplina se solapan con frecuencia, se confunden y no dejan margen alguno entre ellos. ¿Cómo hacerte un lugar en el que equilibrarlos y posibilitar su convivencia? Todo hábito termina por evolucionar en forma de disciplina. Parece imposible repetir las cosas sin acabar sometido por su rigidez. Y, sin embargo, moriría si no hubiera nada más que anarquía e improvisación. Hay determinadas elecciones vitales que contienen una complejidad irresoluble y que, por ende, te condenan a la precariedad de por vida. Construyes modelos para refugiarte de las inclemencias, y a renglón seguido tienes que destruirlos por la necesidad de huir. Y así infinito número de veces. Entre el hogar y la fuga, lo familiar y el extrañamiento más salvaje. Esa es la vida: uno hace lo que verdaderamente quiere y deja de hacer lo que realmente desea. Y viceversa.

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Entre tanto debate, ¿habrá una sola frase que resulte sorprendente, imprevisible, carnal?

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Y de repente Chantal Maillard. El año 2015 por fin ha encontrado su razón de ser: haber leído in extremis, casi al final, La herida en la lengua. Lo confieso: los (poquísimos) libros absolutos no los termino de leer. Es una mezcla entre asombro, extenuación y miedo. Los cierro a mitad atacado por el pánico. Reservándome para nunca su finalización. No me gusta acabar lo poco que de bello existe, lo que en realidad me importa. He comenzado a leer el último poemario de Chantal Maillard mientras andaba por la calle y me he quedado parado en un paso de cebra, sin ser consciente de ello, paralizado por tanta belleza. Uno puede vivir más fácilmente entre hijos de puta que entre la belleza radical: si esta abundara y se tornara en cotidiana acabarían petrificándose los músculos. Resultaría insoportable, inhumano.

«Dormir/ como hacia el origen/ antes de la escritura /antes de la palabra /cuerpo/ dichoso si tan solo / posible fuese nunca/ despertar».

La poesía de Maillard estaba abocada a esto: la ruptura de la continuidad, el espasmo expresivo, la soledad de la palabra desgajada de cualquier contexto, el orden quebrantado. El dolor son palabras, no frases. La desnudez absoluta. Para quien lo sufre resulta tan evidente, tan físico, tan inevitable, que no requiere de explicación alguna. Maillard abandona las palabras, las deja sin auxilio. Y es entonces cuando surge la belleza en su grado más desasosegante. No existe la belleza indolora. Lo que no duele, estorba.

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La empatía se ha puesto de moda. De repente se reconoce su potencial para atraer votos. Y, paradójicamente, este interés por la empatía surge en un momento en el que la capacidad del individuo para colocarse en el lugar del otro y asumir sus pasiones han tocado fondo. Vivimos el momento menos empático de la historia. La empatía sobrevive como un rol a interpretar, como un capítulo de los manuales del buen comunicador, pero en ningún caso como una experiencia ética. Precisamente lo que se enseña en el ámbito de la política es que el espécimen ganador y de larga duración es aquel que posee un carácter diamantino y aseado, imbuido de la ataraxia estoica. Y no olvidemos que, en su origen etimológico, la empatía implica enfermedad, vulnerabilidad, apertura incondicional al mundo y a todos aquellos «virus emocionales» que pueden invadir un determinado organismo. La política siempre juega a la defensiva, y, evidentemente, no hay nada que se encuentre más sancionado que el reconocimiento de la debilidad. El liderazgo actual huye del contagio con el resto de subjetividades. Lejos de tocarlas, las pone a una oportuna distancia de seguridad. Si la política fuese realmente empática, sería una forma avanzada de conocimiento. Y evidentemente...

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Llega un momento en el que, en rigor, no existen razones que justifiquen nada de lo que haces y piensas. Surge entonces el vértigo ante esa sensación abismal de que todo es intercambiable, relativo, accidental. La utopía de un gran sentido que otorgue motivos de fuerza a nuestras acciones ha hecho definitiva crisis. Se vive literalmente en la sinrazón, sin un acomodo real en nada. El gran reto es saber convivir con la zozobra de que cada acto es la consecuencia de ninguna causa.

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Ya hace años que diariamente, sin apenas excepciones, voy a mirar la hora cuando ésta marca 11:11. No busco esta coincidencia, no me programo para encontrarme cada día con este dígito, ni siquiera me acuerdo de él de una vez para otra. Simplemente me asomo a la hora y allí está, contumaz, enigmático...

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