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Mapas sin mundo

PEDRO ALBERTO CRUZ

Domingo, 18 de octubre 2015, 00:31

Uno siempre se siente especial cuando se deshace de sí mismo. No existe identidad tan poderosa como la que surge de matar momentáneamente al yo.

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La belleza o es triste o no es. La felicidad no requiere de lo bello. Los amargados inventaron el arte.

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El amor verdadero se demuestra con el silencio. Dos cuerpos cercanos que no resisten la ausencia de palabras no tienen realmente nada en común.

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La mayor parte de la energía que consume mi cabeza obedece a la intensidad de los procesos de destrucción que diariamente acomete. Día tras día voy martilleando arquitecturas que creía eternas hasta que se caen a pedazos. La mente es una escombrera. Fragmentos por aquí y por allá que nunca me parecen lo suficientemente informes y pequeños y que me obceco en reducir a su mínima expresión. Destruir lo ya destruido. Como si lo ya de por si inútil necesitara de un ejercicio de destrucción más precisa. Llegar a la mínima expresión. Que lo muerto adquiera la fibra más dividida posible. En eso estamos.

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La identidad es un estorbo para todo, pero fundamentalmente para el arte. Si fuéramos anónimos, seríamos capaces de alcanzar cuotas de belleza impensables. Lo que identifica dificulta el fluir de las cosas. Solo en el «sentimiento general» está la poesía.

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Uno de los principales síntomas de la decadencia intelectual es la exigencia de disciplina. Cuando la ruindad mental impide desbordar el estrecho perímetro del terruño, la única manera de no sobresalir por cobarde y por elemental es obligando a los demás a permanecer en la casa de la ignorancia. Los colectivos que necesitan de la «disciplina de grupo» suelen ser aquellos articulados a una idea o líder mediocre. No hay mayor ni más respetable autoridad que la de aquellos que fomentan el librepensamiento de los que les rodean. Abrir las puertas -en lugar de cerrarlas a cal y canto- es la máxima expresión del buen liderazgo.

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De todas las formas posibles de pragmatismo político, la más miope es aquella que desprecia con un aire de autosuficiencia la gestión de las emociones. En los casos en los que esto sucede, el pragmatismo se convierte en una paupérrima «política de tangibles» que desprecia el factor más importante de cuantos concurren en cualquier decisión: el estado de ánimo. La «emoción social» no es una cuestión de magos y curanderos, una absurda superstición que el racionalismo económico arrincone por anacrónica. Por el contrario, la «emoción social» supone el principal motor de transformación de la realidad -mucho más que una hoja Excel impecable. Los que todavía no han interiorizado tal verdad están condenados a ser apeados del presente y naufragar en el pasado colectivamente más olvidable. Si en lugar de tanta economía estudiasen un poco de humanidades, algunos poros más se les abrirían en su hermética piel.

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Escucho una de esas frases que te golpean en la mente como un látigo espinado: «¿para qué queremos a gente de fuera con lo que tenemos aquí?» Y digo yo: a lo largo de la historia, cuando de verdad la inteligencia ha sido abundante, ha actuado como reclamo para el talento de todas partes. O lo que es lo mismo: la excelencia atrae, no expulsa. Si tan buenos somos, ¿por qué actuamos como si estuviéramos defendiendo el fuerte en lugar de abrirlo de par en par y mostrar nuestras habilidades al mundo entero? Manda «güevos» -como diría aquel.

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La inteligencia es velocista; la mediocridad corredora de fondo. Quizás esto explique por qué la segunda acaba capitalizando tantas horas de televisión.

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