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El otro día, ya anocheciendo, daba un paseo por la Gran Vía de Murcia, pero al encontrarme con un barrendero municipal, que limpiaba el suelo ... de la avenida con chorros de agua y aire a presión, me detuve para observar cómo desarrollaba su trabajo. Mantenía una contienda contra un chicle bien aferrado al suelo, que se resistía a ser desprendido. Después de transcurridos diez minutos, el operario abandonó, derrotado, la pacífica pero obstinada lid y se trasladó a otra mancha negra próxima, circular y centimétrica.
Continué mi paseo hacia el río Segura, pero ahora mirando al suelo, para ver cuál era la densidad de estas manchas. Fue sorprendente pues, aunque la distribución de las mismas era lógicamente irregular, la media por metro cuadrado fue de 7; esta densidad aumentaba frente a las puertas de acceso a las tiendas importantes, como El Corte Inglés de Galerías, Mercadona, etc. (hasta 10), pero sobre todo en las paradas de autobús (hasta 40). Por tanto, en la Gran Vía, que tiene 700 metros de longitud por una anchura de aceras media de 10 metros, (incluyendo las de ambos lados), el número de manchas negras de chicle se aproxima a los 50.000. En Gran Bretaña, el 92% de los adoquines de las aceras de avenidas tienen chicle; cada año, los residuos de esta golosina suman más de 250.000 toneladas y entre el 80% y el 90% no se eliminan adecuadamente; a pesar de que se gasta en este tipo de limpieza 70 millones de euros. En Oxford Street contabilizaron 300.000 manchas en 2 kilómetros x 10 metros de aceras, que equivale a una densidad de 15 manchas/metro cuadrado.
El chicle presenta una composición química pegajosa (parecida al pegamento), a base de plástico (goma), resinas naturales y sintéticas, azúcares, suavizantes y colorantes.
El uso del chicle es muy antiguo, habiéndose encontrado restos del mismo en Dinamarca, datados en 6.000 años; porque tiene efectos muy beneficiosos para la salud, como: estimula la producción de la saliva, reduce la acidez en la boca y en el estómago, mineraliza los dientes, mitiga el estrés, aumenta la concentración mental y suprime el apetito; pero también, el exceso de su consumo produce efectos cariogénicos, origina gastritis, cólicos y gases, abrasión dental, sobrecarga e hipertrofia muscular y cefaleas.
Desde hace muchos años se tiene la costumbre deleznable de que, tras la apreciación sensorial delectable de sus propiedades organolécticas (color sabor, textura y aroma), que dura no más de 30 minutos, se tira al suelo y eso es repudiable, pues tiene consecuencias nocivas que analizaremos a continuación. Después de las colillas, el chicle es el segundo problema de basura más frecuente del mundo, pues su extracción resulta problemática y costosa.
Lo primero que se observa es que se produce una alteración de la estética, ya que, a pesar de que el chicle es de color generalmente rosa o blanco, al ser pisado por los viandantes se convierte en negro.
Pero el mayor problema que origina este chicle 'edáfico' es el medioambiental (aunque parezca inofensivo), pues las bacterias permanecen en el chicle masticado varias semanas y se convierte en un foco de gérmenes (se han identificado hasta 50.000 bacterias, entre las que predominan la estreptococo y la curtobacterium), que pueden originar enfermedades como diarreas, dengue o malaria. También los animales sufren las consecuencias de estos chicles descontrolados, como las aves, pues los confunden con los alimentos o los perros, que se atragantan.
Un chicle tarda en degradarse un mínimo de 5 años. El agua de lluvia disuelve sus componentes químicos y los transporta a acuíferos, ríos y, por fin, mares, contaminándolos.
Ante esta problemática, ¿qué se puede hacer? Lo primero que se nos ocurre es impedir su ingesta. Aunque pueda parecer disparatado e inaplicable hay que decir que países como Singapur y Tailandia tienen prohibido su consumo y si advierten que una persona lo está masticando en la calle, la sancionan con una multa de 7.000 euros. No vamos a aconsejar prohibir comer chicle, pero sí analizar qué se viene haciendo para despegarlo del suelo.
Entre los métodos de tratamiento, que han de ser individualizados (de ahí su elevado coste), está el de aplicar disolventes en puntos críticos, tales como alcohol, glicerina o incluso vinagre caliente, y dejarlo reposar 2 o 3 minutos; si el chicle está blando todavía, y si no se ha pegado a los zapatos, se aplicará hielo para que se endurezca durante 30 segundos y luego se raspará.
Generalmente, lo que se utiliza es una hidrolimpiadora que arroja, por una boquilla al final de una manguera, chorros de agua con aire (a veces también arena) a elevada presión (120-140 bares), con un caudal de 16-20 litros/metro, empleándose 250 a 400 metros cúbicos/hora. Como vemos es un dispendio de agua para arrancar el chicle del suelo y casi siempre sin conseguirlo, porque después de pasada la máquina limpiadora persisten las mismas manchas negras del día anterior. La utilización de aguas residuales depuradas podría abaratar esta operación.
Si se desea realizar una limpieza pormenorizada, mediante la utilización de chorros de agua a presión, se aconseja, después de humedecida la mancha, rasparla con un artefacto que habría que construir, tipo 'soplillo metálico' (que utilizaba mi madre para aventar las candelas de leña), en cuyo extremo inferior iría un biselado aplanado cortante. La longitud no sería la de una cuchara (como dice algún manual), sino la de un bastón, para que el trabajador pudiera raspar sin que le sobrevinieran dolores de espalda. Después del raspado, aplicar agua de nuevo.
Pero lo mejor de todo, y esto sí que sería resolutivo, como medida preventiva es no arrojar el chicle al suelo. Habría que concienciar a la sociedad, en general, de los riesgos económicos y medioambientales que ello implica (esta es la finalidad de este artículo) y no conformarse con introducirlo al contenedor gris, en vez del amarillo (que ya constituiría un avance), sino a una pequeña papelera de chicle nueva, que se podría colocar al lado de la ya existente, de mayor tamaño.
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