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Es el río «más salvaje de Europa». Así lo describió el eminente hidrólogo Maurice Pardé en 1956. No lo advertía cualquiera. Era el impulsor de ... la potamología, la ciencia que estudia las aguas que se desplazan por la superficie terrestre a través de cauces. Un genio. Se refería al Guadalentín, nombre que deriva del que los árabes, que también lo temían, le dieron: Wad-al-littin, río de fango y lodo.
Se le conoce con esa denominación desde que nace en la Sierra de María y recorre Lorca, Totana, Alhama y Librilla, aunque también con el nombre de Sangonera, por el campo que atraviesa antes de adentrarse en la huerta murciana. Y siempre ha sido un enemigo tan silencioso como implacable. Sus avenidas, unidas a las del Segura, se han cobrado miles de vidas a lo largo de la historia.
Tanto es así que la única solución fue construir una gran obra de ingeniería que recogiera sus aguas antes de llegar a la ciudad de Murcia y las condujera pasada esta, en la pedanía de Beniaján. El resultado sería llamado Reguerón.
El Guadalentín, al alcanzar el Paso de los Carros, a unos cinco kilómetros de Sangonera la Verde río arriba, se abre en distintos cauces temporales. Entre ellos, el río Seco que se extendía hacia Alcantarilla y el Rincón de Seca, y otro brazo que alcanzaba el Partido de San Benito, hoy barrio del Carmen, para desembocar en el Segura más abajo del Puente Viejo.
A esa maraña de cauces se añadía el río Grande y sus doscientas boqueras conocidas como regajos y que regaban casi 3.500 tahúllas. Ese brazo se dividía a su vez en el río Nula y el Almanzora. Sin contar el río Cota, encargado de regar la inmensa y productiva hacienda de Torre Güill.
Para entender este caos hídrico basta leer lo escrito por unos ingenieros que los estudiaron en 1887. Registraron «cauces abiertos y cerrados, ríos que cambian de nombre sin razón alguna que lo motive, otros que cambian de madre». Además, detectaron «acequias que se llaman ríos, derivaciones hechas como a la ventura y todo ello envuelto en abusos verdaderamente incomprensibles». Esta maraña venía a desembocar en el Segura, causando mortíferas inundaciones.
El profesor Francisco Calvo García-Tornel calculó, en su aporte 'La Huerta de Murcia y las avenidas del Guadalentín', que entre 1258 y 1950 se produjeron «63 avenidas importantes, que destruyeron total o parcialmente la Contraparada al menos 16 veces». De ellas, destaca la riada de San Calixto, un 14 de octubre de 1651 y que causó más de mil víctimas.
La más célebre fue la de Santa Teresa, otro 14 de octubre pero de 1879, que se saldó con 777 muertos oficiales y la vega devastada por años. La avenida provocó la primera campaña solidaria en prensa de la historia, quizá de la historia mundial. Murcia recibiría apoyo y donativos de todo el planeta.
Enseguida se señaló al Guadalentín como el causante de la tragedia. Era un enemigo bien conocido y las actuaciones sobre su cauce venían desde antiguo. «Cuando sus crecientes lo hacen poderoso, soberbiamente enfurecido se extiende por la Huerta, todo lo avasalla, robando casas, vidas y haciendas y destruyendo arbolados», advertía el Cabildo de la Catedral.
La idea siempre fue controlar las aguas del Sangonera que, desbocadas, amenazaban la capital por el norte, tras inundar La Raya, Era Alta y Rincón de Seca; y por su otra orilla, El Palmar y Aljucer. La capital estaba cercada. La solución era evidente: construir un canal que las desviara. La obra, prevista un siglo antes, se impulsó en la tercera década del siglo XVIII a cargo de un ingeniero militar, Sebastián Feringán. La mayoría de murcianos aplaudían la actuación.
Sin embargo, los terratenientes de la huerta entre El Palmar y Beniel, por donde debía discurrir el cauce, se opusieron. Sobre todo la familia Molina. Las obras obligaban a ceder tierras y mucho poder. De hecho, los nobles ni siquiera formaban parte de la recién creada Junta de Obras Públicas, que presidía el obispo.
Frente a ellos, el Cabildo de la Catedral, que fiaba a la construcción el poder acabar el imafronte, casi todas las órdenes religiosas y el ayuntamiento. Casi llegaron a las manos. En 1735, el Consejo de Castilla ordenó que las obras siguieran «sin admitir recurso de apelación».
La cosa iba en serio. Se anunció «la pena de seis años de Presidio al Noble, y otros tantos de Galeras al Plebeyo, que en tiempo de la Obra, y hasta su conclusión hiciere cualquier daño en ella, o pusiere el menor embarazo». Ahí se acabó la historia. Estas luchas están bien documentadas en la obra de Juan Hernández Franco 'Agua y enfrentamiento entre poderosos en Murcia durante el siglo XVIII'.
El canal, al principio, no desembocaba en el Segura. Hasta que en 1878 el Consistorio acordó que lo hiciera «en el sitio denominado Rincón de Villanueva». Las gentes bautizaron el tramo como «el zanjón del diablo» o «de la muerte». ¿La razón? Las aguas del Sangonera caían desde una altura de 4 metros sobre el cauce principal, que no fue reforzado. Al año siguiente, la riada de Santa Teresa destrozó la obra. Entretanto, Orihuela y su vega clamaban. Les habían trasladado el riesgo de inundaciones. Pese a ello, ningún historiador duda de que El Reguerón, en sus casi tres siglos de existencia, ha salvado incontables vidas. Aunque actuar sobre su cauce siempre será peligroso.
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