Los olvidados guardianes de la Murcia salvaje
la Murcia que no vemos ·
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Aún perduran aquellos tenantes que vigilaron por generaciones los edificios de las familias noblesViven entre nosotros, aunque a todos pasan desapercibidos. Pero su silenciosa venganza es que sucederán a cuantos recorremos cada día la antigua ciudad sin percatarnos ... de sus pétreos ademanes defensivos y sus amenazantes mazas. Son los salvajes de piedra y representan la Murcia más fiera y, acaso, la más necesitada de conocerse en estos tiempos que, como todos, creemos más modernos que los anteriores. Así nos va.
López Ríos definía el salvaje como un ser mítico, «a medio camino entre el hombre y la bestia, que vive apartado de la civilización, en bosques y selvas, y uno de cuyos rasgos más característicos es el estar cubierto de pelo». Elena Marín destaca en su investigación 'Murcia salvaje. Los guardianes de las fachadas murcianas' que la tendencia castellana de custodiar las portadas con tenantes llegó a la ciudad en los siglos XVII y XVIII.
Dos de los más populares en la ciudad se encuentra en pleno centro, en la plaza de Santo Domingo. Allí, las sucesivas restauraciones del palacio de Almodóvar de don Gerónimo de Santa Cruz han respetado los enormes salvajes que custodian el balcón principal. Ambos, en actitud fiera, alzan sendos garrotes con pinchos.
Relatan las crónicas que un 15 de octubre de 1583 don Gerónimo, regidor de la ciudad, acordó con Pedro Milanés, maestro de cantería, levantar su nuevo hogar en unas casas que la familia atesoraba en la parroquia de San Miguel. Por el contrato conocemos que la portada debía construirse en piedra de Benihel, que así se escribía Beniel, con toda su hache por aquellos tiempos.
Acordaron también que el «arquitrabe, friso y cornisa y la ventana y salvajes y escudos han de ser de piedra franca de la cantera de Carrascoy (que es Sangonera la Verde), y los dichos salvajes han de tener la altura de catorce palmos con la peana y los escudos, que han de ser dos». Uno se instalaría en la portada y otro en la esquina hacia la calle de Santo Domingo.
Don Gerónimo dispuso que las esculturas enarbolaran «sus bastones en las manos levantadas sobre sus cabezas». En los escudos debían figurar por armas la Cruz de Calatrava, un castillo con llamas, tres ortigas sobre una roca, un águila y una cabeza.
Muy diferentes son los que adornan la portada del antiguo palacio de Riquelme, hoy acceso lateral del Museo Salzillo. En este caso, representados a los lados de un escudo nobiliario. En lugar de mazas, los salvajes muestran estandartes bélicos, «haciendo referencia a la participación de la familia Riquelme en la Reconquista», apunta Marín.
Conviene recordar que esta portada se salvó de milagro. Estaba ubicada en la calle Jabonerías y, mediada la década de los sesenta, fue desmontada cuando se derribó la casona que adornaba. Más tarde se reconstruyó en el Museo, de forma acertada si tenemos en cuenta que los Riquelme atesoraron el célebre Belén de Francisco Salzillo.
Jesualdo Riquelme y Fontes se lo encargó para adornar su hogar. Y allí se custodió, aunque pocos tuvieran el gozo de admirarlo. Sólo en una ocasión, con motivo del I Centenario de la muerte del escultor, en 1883, se abrieron las puertas de la mansión para que los murcianos admiraran su belleza.
Figuras que aún permanecen en Murcia porque la ciudad se anduvo lista cuando el nuevo marqués de Corvera las puso a la venta a comienzos del siglo XX. Eso sí, siete años se tardó en alcanzar un acuerdo. Por el Belén se pagaron, al cambio, 162 euros.
La investigadora Marín señala el origen del salvaje como tenante en la costumbre de disfrazar a escuderos para los torneos. Así, revestidos como animales o criaturas mitológicas, portaban las armas de sus caballeros. Ese tipo de humano disfrazado de salvaje puede admirarse en otro de los edificios que cuenta en su fachada con tan curiosos adornos. Se trata de la capilla de los Vélez, en la Catedral. También aguantan un enorme escudo con las armas de los Chacón y los Fajardo. Los dos tenantes, con apariencia de personas, visten ropajes con motivos vegetales y su postura no resulta amenazante.
Otros salvajes que se libraron de la piqueta casi por milagro fueron los que adornaban el antiguo Huerto de las Bombas, camino de Espinardo y propiedad del marqués de Torre Pacheco.
Así lo llamaban por la histórica batalla librada a sus puertas en 1706. Los murcianos, encabezados por el cardenal Belluga, repelieron a las tropas inglesas que pretendían tomar la ciudad. Los invasores luchaban por entronizar al archiduque de Austria frente a Felipe de Anjou, nieto del rey francés Luis XIV, nombrado heredero a su muerte por su tío abuelo Carlos II. Contaba entonces Murcia con una fuerza de siete regimientos de infantería y cinco de caballería, enviados para defender la ciudad. Pero, en lugar de prepararse para el combate, los soldados se dedicaron al pillaje por la huerta y los campos, provocando no pocos desaguisados.
La determinación de Belluga y sus encendidas arengas desde el púlpito permitieron, a pesar de las infamias de la soldadesca, mantener la resistencia. Mil años después, cuando el Estado se encargó del edificio, ya deteriorado en los años cincuenta del siglo XX, se decidió reubicar la portada en el Malecón, donde aún puede admirarse. Y en sus gestos de piedra, a poco que uno se fije, aún bulle la mirada de aquellos salvajes murcianos que fueron.
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