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Hoy se cumplen treinta años de la quema de la Asamblea Regional de Murcia, parlamento del que era responsable de Prensa. Mi evocación de aquel suceso me retrotrae a una legislatura especialmente difícil, en la que cuantos trabajábamos allí vivimos situaciones de muchísima tensión.
El desmantelamiento de grandes empresas públicas y privadas de la comarca de Cartagena, en aras a una pretendida reconversión industrial, desencadenó en los meses previos a la quema innumerables manifestaciones de los miles de trabajadores afectados –se habla de 127 manifestaciones en 180 días–. La mayoría de las protestas desembocaban en la Asamblea, a cuyas sesiones asistían los diputados y los miembros del Gobierno regional para dar cuenta de sus actuaciones políticas.
Las esperanzas de los ciudadanos en estas dos instituciones de autogobierno con apenas diez años de andadura se trastocaron en frustración al comprobar su escasa capacidad para resolver los conflictos de una reconversión diseñada en Madrid, que iba a dejar en la calle a miles de personas. La respuesta de los nuevos representantes del pueblo de la Región de Murcia no fue la esperada, como reconoció el propio presidente de la Asamblea, Miguel Navarro, y aquellas multitudinarias manifestaciones fueron cargándose de tensión y provocando enfrentamientos y conflictos cada vez más enconados y violentos.
Los trabajadores de la Asamblea fuimos testigos de excepción de estas protestas, en las que participaban amigos, conocidos, vecinos... y mirábamos con solidaridad y simpatía sus reivindicaciones, por más que el edificio en el que trabajábamos fuera blanco de sus iras y de su desesperanza.
Especialmente difícil para mí fue observar desde mi despacho algunas de aquellas escaramuzas propias de guerrilla urbana, con lanzamiento de botes de humos por parte de la Policía y de objetos varios por individuos enmascarados, mientras a escasos siete metros los niños del colegio Virgen del Carmen, entre los que se encontraban mis hijos, contemplaban lo que estaba sucediendo desde las verjas del patio.
Dos meses antes, en noviembre de 1991, se produjo un suceso que habría de influir decisivamente en lo acaecido el 3 de febrero. Unas 600 personas, familiares y trabajadores de Portmán Golf, bloquearon las salidas de la Asamblea mientras se celebraba un pleno, y no levantaron el cerco hasta que el presidente Carlos Collado firmó un documento en el que se comprometía a mediar ante la empresa para el pago de las correspondientes indemnizaciones.
El 'secuestro' de los diputados y miembros del Gobierno regional se interpretó como un hecho gravísimo que impedía su libertad de actuación. Para evitarlo, se extremó la dureza de la intervención policial ante las protestas convocadas en la mañana del 3 de febrero, lo que encendió los ánimos de los manifestantes y los de cientos de trabajadores que abandonaron sus puestos de trabajos y se sumaron a las concentraciones, iniciándose una batalla campal.
El presidente de la Asamblea Regional, Miguel Navarro, se ofreció junto con los portavoces parlamentarios a dialogar con los representantes de los trabajadores y, al decaer los enfrentamientos, ordenó desalojar el edificio, dejando un reducido número de personas en espera de respuesta a su ofrecimiento.
En ese 'impasse', sobre las cinco de la tarde, aprovechando la disminución de efectivos policiales, alguien tiró un cóctel molotov que se introdujo por una de las ventanas de la Asamblea, provocando un incendio que puso en peligro la sede parlamentaria y la integridad de las personas que había en su interior. Al recordar aquellas jornadas, afloran imágenes que ya forman parte de la memoria colectiva y otras de mi propia vivencia, como los cristales rotos de las ventanas de mi despacho por el lanzamiento de tornillos, uno de los cuales acabó como pisapapeles dentro de un cubo de metacrilato en la mesa de Miguel Navarro, como recuerdo de aquellas manifestaciones no siempre pacíficas; los policías antidisturbios heridos, tirados en el vestíbulo de entrada mientras diputados médicos les atendían, y la congoja al contemplar las huellas del incendio en la maltrecha fachada de la sede parlamentaria.
Pero por encima de todo, rememoro con tristeza la campaña de autoinculpación suscrita días después por cientos de personas. Me cuesta entender que, ni siquiera desde la rabia y la desesperación, alguien pueda asumir como propio un acto vandálico que puso en peligro la vida de muchas personas, y rechazo abiertamente cualquier intento de edulcorarlo.
No hubo romanticismo ni épica posible en incendiar la Asamblea, como tampoco lo hay en destruir la sede de un partido o de un sindicato, atacar la redacción de un periódico o destrozar iglesias o mezquitas, salvo para quienes se sitúen por encima del juego democrático y desde el más absoluto de los cinismos disculpen la violencia en función de que esta sea ejercida por sus adeptos o convenga a sus propios fines e intereses.
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