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En las últimas cinco décadas, la ciudad de Cartagena ha sido testigo de un proceso de transformación que ha alterado no solo su geografía urbana, ... sino también su esencia e identidad. Lo que alguna vez fue un casco antiguo vibrante, con calles llenas de vida y una fuerte conexión emocional entre los cartageneros y su historia milenaria, hoy se enfrenta a un desolador panorama de despoblación, degradación y abandono. Los números no mienten: mientras la población del término municipal ha crecido hasta alcanzar los 221.364 habitantes, solo el 25% de estos reside en el casco antiguo y el Ensanche, en contraste con el 40% de hace cincuenta años. Esta tendencia no solo está vaciando el corazón histórico de la ciudad, sino que también está erosionando el sentido de pertenencia y orgullo de ser cartagenero.
Uno de los factores más visibles de esta decadencia es la desaparición de calles. En los últimos 50 años, más de 70 calles y plazas céntricas han desaparecido del mapa. Estas son algunas: Plazas San Leandro, Scipion, Tronera y Aurora; calles Buenavista, Ifré, Santa Ana, Negros, Catalanes, Doncellas, Almela, Piedra, Paraiso, Borregueros, Falsacapa, Salto, Aurora, Gatos, Mudos, Pescador, San Esteban, Pocico, Sambazar, Ciegos, Algibe, Lealtad, Hiladores, Rosario, Monroy, Martín Delgado, Hierros, Lizana, Monte Sacro, Roca, Yeseros, Cantarranas, Caramel, Linterna, Grumete, Lagueneta, Cruz, Gimenao, Orcel, Don Gil, Cuesta de la Villa, Esparto y Segundilla; y callejones Portillo, Pijaco, Junco y Molino.
Calles que antes formaban parte del entramado urbano, que albergaban viviendas, comercios y una vida comunitaria dinámica, han sido reemplazadas por solares vacíos o por zonas arqueológicas, museos y centros de interpretación, sin una clara función residencial o social. La ciudad, que debería haber sabido integrar su valioso patrimonio histórico en un modelo de desarrollo urbano, ha visto que, salvo el eje formado por el puerto y las calles Mayor, Puerta de Murcia, Carmen y alguna otra, parte del resto de este casco presenta un paisaje desolado, donde las pocas calles que quedan habitadas son ocupadas en su mayoría por personas en situación de exclusión social, mientras que el resto se ha convertido en espacios vacíos, sin vida ni actividad.
Este proceso de despoblación ha sido continuo en las últimas cinco décadas. El casco antiguo ha ido perdiendo residentes de forma ininterrumpida y hoy cuenta con menos de la mitad de la población que albergaba en 1976. Entonces, 60.000 personas residían en el centro y el Ensanche, el 40% de la población total del municipio. Hoy, apenas 55.764 personas viven en estas zonas, el 25%. ¿Qué ha ocurrido para que tanta gente haya abandonado el centro histórico a favor de las diputaciones y urbanizaciones periféricas? La respuesta a esta pregunta es compleja y multifactorial.
Uno de los motivos clave es la falta de un modelo de ciudad claro por parte de las autoridades locales a lo largo de los años. A medida que el centro se iba vaciando de habitantes, los servicios y las infraestructuras se deterioraban. Comercios que alguna vez fueron el alma del casco antiguo han cerrado sus puertas debido a la falta de clientes, contribuyendo al ciclo de decadencia. En lugar de apostar por políticas de rehabilitación y regeneración urbana, los sucesivos gobiernos locales han permitido que el casco antiguo se convierta en un escenario solo para el turismo y el esparcimiento hostelero, lúdico y temporal a determinadas horas y fechas, sin hacer nada por revitalizar la vida residencial. Hoy en día, pasear por el centro, fuera del entorno turístico, es encontrarse con cerca de 200 solares vacíos, en un claro indicio del abandono al que ha sido sometida la ciudad.
Otro aspecto relevante es el crecimiento de las áreas periféricas. Mientras el centro se desmoronaba, los pueblos, las diputaciones y urbanizaciones crecían a un ritmo acelerado. Tomemos el caso de Canteras: en 1976, esta diputación contaba con 3.000 habitantes. Hoy, son más de 10.000 los que residen allí. Este fenómeno se ha repetido en casi todas las áreas de nuestro término municipal, que han absorbido el crecimiento poblacional a medida que el casco antiguo se vaciaba. La disponibilidad de suelo, la posibilidad de construir viviendas modernas y el desarrollo de infraestructuras han hecho que muchos cartageneros se trasladen a la periferia, en busca de una mejor calidad de vida.
Sin embargo, este desplazamiento ha tenido un coste emocional y cultural para la ciudad y esto es algo que me preocupa. A medida que la población se ha desplazado el sentimiento de pertenencia a Cartagena se ha diluido. Muchos de esos habitantes ya no se identifican con el casco antiguo ni con su historia milenaria. Para ellos, el centro se ha convertido en un lugar ajeno, un espacio al que acuden ocasionalmente como turistas o consumidores de ocio en su propia ciudad, pero no como residentes. Este desapego se ha visto reflejado en los movimientos separatistas surgidos en algunas diputaciones, donde los residentes aspiran a convertirse en entidades independientes, convencidos de que sus intereses no están bien representados por el Ayuntamiento.
Incluso en los tradicionales y castizos barrios más cercanos al casco antiguo, como San Antón y Los Dolores, la llegada masiva de migrantes ha agudizado aún más esta desconexión identitaria, al introducirse elementos culturales y religiosos que nada tienen que ver con el pasado histórico de Cartagena y que difícilmente podrán ser asimilados por estos nuevos cartageneros para reconocerse en ellos como propios.
Las redes sociales y comunitarias que alguna vez unieron a los habitantes del centro se han desmoronado, y hoy el casco antiguo es poco más que una sombra de lo que fue. Los turistas, que en teoría deberían aportar riqueza a la ciudad, no han conseguido sustituir la falta de vida diaria. Un casco histórico sin vecinos que lo habitan de forma permanente se convierte en un escenario vacío, sin alma ni identidad.
Cartagena se enfrenta a una encrucijada. La ciudad ha crecido en términos de población y extensión, pero a costa de su núcleo histórico. Lo que debería ser el corazón palpitante de la ciudad ha sido relegado a un segundo plano, abandonado tanto por los residentes como por las autoridades. Recuperar la vida en el centro es un reto que requiere de políticas decididas y de un compromiso firme por parte de los cartageneros. No basta con preservar los yacimientos arqueológicos y crear museos; es necesario devolverle a Cartagena su esencia urbana y su identidad.
Es imperativo que se fomenten políticas de rehabilitación del casco antiguo, que se recuperen las calles perdidas y que se ofrezcan incentivos para que los cartageneros regresen a vivir en el centro. Solo de esta manera se podrá evitar una ciudad fragmentada, cuyo centro histórico sea un mero escaparate turístico, desconectado de la vida diaria de sus habitantes. El futuro de Cartagena depende de su capacidad para reconectar emocionalmente a sus habitantes con su legado histórico, y para ello es necesario que el casco antiguo vuelva a ser un lugar vivo, habitado y dinámico.
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