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Luis Miguel Pérez Adán
Historiador y documentalista
Sábado, 22 de marzo 2025, 09:58
Cartagena ha sido cuna de grandes figuras a lo largo de la historia, pero pocas con el fulgor y la trascendencia de Isidoro Máiquez. Nacido ... en esta ciudad el 17 de marzo de 1768, su destino parecía estar marcado por el inconfundible aroma del mar y la piedra dorada de sus murallas. Sin embargo, su destino no fue el de marinero ni guerrero, sino el de un revolucionario de la escena que cambió para siempre la manera de hacer teatro en España. Aún hoy, su estatua en la plaza de San Francisco, erigida en 1927, es testigo del reconocimiento que su ciudad natal le sigue rindiendo cada año en el aniversario de su nacimiento.
Máiquez creció en una España que aún se encontraba encorsetada en un teatro rígido y declamatorio. Desde muy joven, su pasión por la interpretación lo llevó a Madrid, donde recibió formación de los mejores maestros de la época. Pero su inquietud iba más allá de la mera repetición de gestos y voces impostadas. En los teatros de la capital, descubrió el teatro francés y las nuevas formas de actuación que florecían en Europa. Fue entonces cuando concibió una idea que, para muchos, resultó herética: en el escenario no bastaba con recitar, había que sentir.
Influenciado por los postulados del realismo que comenzaban a imperar en el continente, Máiquez desechó la sobreactuación y la grandilocuencia artificial. Introdujo una interpretación basada en la naturalidad, en los matices, en la interiorización de las emociones de los personajes. Su versión de «Hamlet» dejó al público madrileño atónito. «Ese hombre no actúa, vive sobre el escenario», dirían los cronistas de la época. No era solo un actor, era un visionario.
Pero toda revolución tiene su precio. Su estilo, en el que la emoción fluía con una verosimilitud desconocida en España, fue visto con recelo por los sectores más conservadores del teatro. Máiquez no solo tenía talento, sino también una lengua afilada y un espíritu indomable. Denunció la mediocridad y exigió una reforma del teatro español. Sus enemigos, que no eran pocos, intentaron marginarlo, pero el público lo idolatraba. Se dice que en una ocasión, tras una representación en Cádiz, un joven espectador se acercó a él y le susurró: «Usted me ha enseñado que el arte puede cambiar el mundo». Ese joven no era otro que Mariano José de Larra, futuro gran cronista de la España del XIX.
Sin embargo, su carácter comprometido también le llevó a enfrentarse con el poder. Simpatizante de las ideas liberales y defensor de la Constitución de 1812, Máiquez fue visto con sospecha por el régimen absolutista de Fernando VII. En 1820, su osadía le costó cara. Fue encarcelado en Granada y, tras su liberación, sus fuerzas comenzaron a flaquear. Su vida se apagó en 1823, en plena locura, en la más absoluta miseria y olvido. Aislado y sin apenas recursos, pasó sus últimos días vagando entre delirios, prisionero de su propio genio en un mundo que no estaba preparado para él.
Aquí la historia y la leyenda comienzan a entremezclarse. Se cuenta que, días antes de morir, Máiquez pidió a unos amigos que lo llevaran al teatro. Ya enfermo y sin fuerzas, insistió en sentarse entre las sombras del palco más alto. Cuando la obra comenzó, dicen que sus labios se movían, recitando en silencio los versos que un actor declamaba sobre el escenario. En un momento crucial de la representación, el actor principal olvidó su línea. Un silencio tenso se apoderó de la sala. Y entonces, desde la oscuridad del palco, se escuchó la voz de Máiquez completando la frase con una elocuencia perfecta. Nadie supo si fue un susurro o una alucinación colectiva, pero esa noche, por última vez, la voz del maestro llenó el teatro.
El tiempo, que todo lo borra, no pudo con el recuerdo de Isidoro Máiquez. En 1927, la ciudad que lo vio nacer le erigió un monumento, una escultura que aún hoy preside la plaza de San Francisco. Cada año, el 17 de marzo, un grupo de admiradores se reúne allí para rendirle homenaje. No son solo actores o historiadores, sino amantes del teatro, ciudadanos anónimos que han oído su historia y sienten que, de algún modo, Máiquez sigue vivo entre las piedras de su Cartagena natal.
Hay quienes aseguran que, en las noches de brisa marina, si uno se acerca a su estatua y guarda silencio, puede escuchar un leve murmullo, como si alguien estuviera recitando desde las raíces de los árboles que le rodean. Puede que sea solo el viento. O tal vez, después de tantos años, el espíritu del gran actor siga ensayando su papel, esperando el momento de volver a pisar las tablas.
Pero Cartagena no puede conformarse solo con un monumento y un homenaje anual. Esta ciudad tiene el deber de inmortalizar el nombre de Isidoro Máiquez y darlo a conocer más allá de sus murallas, a toda España y al mundo, como el genio que transformó el arte escénico con su ingenio y determinación. Su nombre debería resonar junto a los grandes revolucionarios del teatro universal.
Y si hoy podemos imaginar su rostro, es gracias a otro genio, Francisco de Goya, quien lo retrató con su pincel inmortal y que ahora lo mostramos de manera más fotográfica. En ese lienzo no solo vemos a un actor, sino a un cartaginense universal, un hombre que con su arte y pasión dejó una huella indeleble en la historia del teatro. Es hora de que Cartagena y España reconozcan plenamente su legado y lo proyecten al mundo con el orgullo que merece.
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