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Cuando a aquel profesor de bigote decimonónico lo vi cruzar por primera vez el umbral del aula en la Universidad de Murcia en 1982, muchos ... de mis compañeros pensamos que una máquina del tiempo nos había transportado al siglo XIX. Pero aquel aditamento piloso –tan característico de los próceres decimonónicos– pronto quedó en segundo plano ante el torrente de entusiasmo que desplegaba Javier García del Toro (1948-2023). Con su voz vibrante y sus anécdotas irrepetibles, este profesor adjunto al Departamento de Arqueología e Historia Antigua no solo nos enseñó Prehistoria: nos hizo vivirla, tocarla y, en definitiva, amarla.
En aquella universidad aún familiar de los 80, García del Toro era una fuerza de la naturaleza. Llegaba antes que los alumnos –«con puntualidad británica, o incluso mayor», recuerdan sus estudiantes– a esas clases de las ocho de la mañana donde desgranaba la cultura argárica o las investigaciones de los hermanos Siret con la pasión de quien descubre un tesoro. Y es que para él, cada lección era una excavación. Nos hacía escuchar las piedras del pasado literalmente.
Quienes asistimos a sus clases nunca olvidaremos cómo nos hacía pasar de la teoría a la emoción pura. Traía a clase bifaces y puntas de flecha originales –«¡Tócalas! ¡Siente esos milenios en tus manos!»– y nos relataba sus campañas con humor socarrón. Como cuando excavó un «prometedor círculo prehistórico» en una playa que resultó ser... los restos de una paella dominguera. «Hasta los arqueólogos tenemos derecho a equivocarnos», bromeaba.
Nacido el 17 de agosto de 1948 en el seno de una familia donde la historia se respiraba —su padre, Ginés García Martínez, fue cronista oficial de Cartagena—, Javier no solo heredó el oficio, sino que lo revolucionó. Convirtió la arqueología en trinchera, la docencia en apostolado y el patrimonio en causa ciudadana.
Su pasión por la arqueología se manifestó desde temprana edad, llevándolo a estudiar Historia y a especializarse en Arqueología y Prehistoria. Fue Doctor y Profesor adjunto de Arqueología, Epigrafía y Numismática de la Universidad de Murcia, además de miembro del Patronato de Museos de Cartagena.
También ocupó diversos cargos orgánicos en diferentes instituciones arqueológicas europeas, fue director del Colegio Mayor Universitario Cardenal Belluga y miembro de ICOMOS (Consejo Internacional de Monumentos y Sitios), contribuyendo significativamente a la conservación y difusión del patrimonio a nivel global. Sus publicaciones rebasan el centenar en congresos, anales y revistas, consolidando su legado como investigador y académico.
Como profesor, inspiró a generaciones y su influencia trascendió el ámbito académico, marcando el destino de decenas de hombres y mujeres que, gracias a su enseñanza, eligieron la especialidad de Arqueología e Historia Antigua. Entre esas personas me incluyo yo mismo, reclutado por él para el montaje del Museo Arqueológico Municipal de Cartagena.
Con los años, la relación profesor-discípulo dio paso a una amistad cimentada en la admiración mutua y el amor compartido por nuestra Cartagena. La casualidad quiso que termináramos siendo vecinos en Cabo de Palos, donde nuestras conversaciones sobre historia, arqueología y patrimonio se prolongaban por tiempo indefinido. Aquellas charlas fueron un privilegio, pues en ellas descubrí a un García del Toro más humano, apasionado y comprometido, lejos de las aulas universitarias, pero con la misma entrega con la que dictaba sus clases.
Hoy, cuando Cartagena vive en parte de su patrimonio, es justo recordar que muchos de esos logros tienen su ADN. Formó generaciones de arqueólogos no solo con clases, sino arrastrándonos al Museo Arqueológico Municipal –«¡Manos a la obra, esto no se cataloga solo!»– o defendiendo cada piedra como si fuera la última.
No se puede entender la arqueología actual de Cartagena sin la participación en sus inicios de García del Toro. Junto al profesor Beltrán, Pedro San Martín y Julio Más, entre otros, fueron los iniciadores e impulsores de las excavaciones arqueológicas en Cartagena y su término terrestre y marítimo. Su dedicación y liderazgo sentaron las bases de la investigación y puesta en valor del rico patrimonio arqueológico que actualmente representa nuestra ciudad.
García del Toro fue una figura clave en la defensa y promoción del patrimonio arqueológico de Cartagena. Solo algunos ejemplos; su encarnizada lucha por la defensa del Monasterio de San Ginés de la Jara o cuando en 2013, lideró una cadena humana alrededor del Anfiteatro Romano, solicitando su excavación integral, restauración y puesta en valor, oponiéndose a la posible construcción de una plaza de toros sobre sus restos. Estas y otras muchas más acciones simbolizaron su incansable lucha por preservar la riqueza histórica de su ciudad natal.
Su compromiso no se limitó a Cartagena. En Murcia, encabezó protestas muy sonadas en defensa de yacimientos como el de la Basílica de Algezares, el 'martyrium' de la Alberca o los restos de Joven Futura y San Esteban.
Además de su labor académica y activista, García del Toro fue un divulgador apasionado. Colaboró durante años con medios de comunicación escrita y radiofónica como Onda Regional y la Cadena SER, acercando la historia y la arqueología al público general. Su capacidad para transmitir conocimientos complejos de manera accesible y amena lo convirtió en una voz respetada y querida en la comunidad.
En la última etapa de su carrera, su activismo en defensa del patrimonio se intensificó, enfrentándose abiertamente a especuladores y políticos que amenazaban los yacimientos arqueológicos. Esta postura le generó no pocas dificultades, no solo con estos sectores, sino también con una parte de sus propios compañeros historiadores y arqueólogos, así como con el resto de la comunidad científica, que en ocasiones tachó sus acciones y métodos de extravagantes y fuera de lugar. Sin embargo, lo que no se puede cuestionar es su firme compromiso con la defensa del patrimonio arqueológico de Cartagena y del resto de la Región.
Vivió intensamente su profesión hasta los últimos días y, con sus luces y sombras, contribuyó a que Cartagena pueda hoy vivir de su riqueza patrimonial. El mejor homenaje que podríamos rendirle es que su nombre –como las piedras que amó– deje de ser invisible.
Como una vez pude escucharle decir: «Las civilizaciones no mueren cuando desaparecen, sino cuando las olvidamos. Nuestro trabajo no es desenterrar muertos, sino darles voz para que sigan hablando».
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