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RICARDO FERNÁNDEZ
Sábado, 8 de octubre 2016, 01:54
La sentencia del 'caso Visser' habrá que tejerla con delicadas puntadas de hilo de seda. Ante la evidencia de que en este juicio son al menos tantas las mentiras como las verdades que se están exponiendo, como vino a reconocer el abogado Melecio Castaño antes del arranque de la sesión de ayer, será necesario hilar muy fino para armar una sentencia medianamente coherente. Y es que ahora mismo la historia presenta más agujeros que uno de esos quesos anaranjados de la tierra natal de Ingrid y Lodewijk.
En estas circunstancias, cualquier detalle puede tener un significado decisivo para la suerte de los tres principales acusados, Juan Cuenca y los rumanos Valentín Ion y Constantín Stan, y el presunto encubridor Serafín de Alba, por más que para el profano esos datos tengan apariencia de intrascendentes.
Un ejemplo. Aunque Juan Cuenca vino a confesar su participación en la planificación del crimen, tuvo buen cuidado de dejar constancia en varias ocasiones de que solo había pensado en matar a Lodewijk Severein y que fue el más sorprendido cuando su compañera, Ingrid, apareció también en la Casa Colorá.
Se trata de detalles que, como bien conocen los experimentados penalistas que llevan las defensas de los acusados -como José María Caballero en el caso de Cuenca-, pueden suponer la diferencia entre una condena por asesinato y otra por homicidio. Y, con ello, por supuesto, unos cuantos años de rebaja en las penas que se acaben imponiendo.
De ahí, por ello, que también la fiscal Virginia Celdrán como los letrados de la acusación particular, Javier Martínez y Miriam Van de Velde, estén apurando algunas declaraciones de testigos hasta el extremo para tratar de cerrar algunas salidas a los encausados.
«Describió a una mujer alta»
La jornada de ayer había generado 'a priori' unas altas expectativas, pues no en vano estaban llamadas a declarar dos de las principales testigos del caso: María Rosa Vázquez, la amiga de Cuenca que alquiló la Casa Colorá y trasladó a los holandeses hasta ese lugar, y Paquita, la dueña de ese complejo rural.
María Rosa, quien acudió acompañada por el abogado que la asistió en su día, Raúl Pardo-Geijo, vino a confirmar lo que ya había declarado a lo largo de la instrucción judicial, en el sentido de que el exgerente del club de voleibol le pidió que alquilara una casa rural porque quería mantener una reunión de negocios en un entorno discreto. Igualmente ratificó que el lunes 13 de mayo, hacia las cinco y media de la tarde, recibió ese revelador mensaje en el que Juan Cuenca le pedía que comprara «bolsas grandes y pequeñas, sosa cáustica y una radial». Y que más tarde le pidió que bajara a Murcia para hacerle el favor de trasladar a Ingrid y Lodewijk hasta la Casa Colorá.
La fiscal no dejó pasar la oportunidad. «¿Le dijo que tenía que recoger a una pareja, que iba también una mujer?». A lo que la testigo respondió afirmativamente, explicando que incluso se la describió. «Es una mujer alta, así y así».
Fue al día siguiente, el 14, cuando Cuenca le envió otro mensaje cargado de contenido: «¿Tienes una motosierra?». Ella le respondió: «¿Es eso que se usa para cortar árboles? He mirado en el garaje y no tengo. Como no tengo jardín...». Luego describió su miedo y su angustia cuando descubrió que la pareja a la que había llevado a la casa rural estaba desaparecida, y relató una llamada a su antiguo amigo en la que le decía, una y otra vez: «¿Por qué me elegiste a mí? Yo no tenía que haber estado ahí».
«El suelo estaba pegajoso»
La aportación de Paquita, la propietaria de la Casa Colorá, fue muy escasa. Tremendamente nerviosa y hasta con apariencia de encontrarse aturdida por la tensión de tener que comparecer en el juicio, aseguró que apenas recordaba detalles de los días en que se produjo el crimen.
Sí confirmó que una de las mañanas, probablemente la del miércoles 15, aunque no descartó que hubiera sido el día antes, vio a Juan Cuenca en un coche, acompañado de otro hombre, «moreno, con pelo abundante y con una carpeta entre las rodillas», que no era ninguno de los dos rumanos. Pero no fue capaz de aportar más detalles.
También confirmó que le llamó la atención lo limpia que habían dejado la casa, aunque las suelas de los zapatos se pegaban un poco al suelo del salón, y que daba la sensación de que nadie había dormido en las habitaciones. Y es que las sábanas estaban dobladas sobre las camas de la misma manera en que ella las había dejado.
El letrado de la acusación insistió en ese extremo y le preguntó si también pensaba que nadie se había llegado a acostar en las camas de la planta superior. «Lo mismo», respondió Paquita. Y es que ese dato contradice la versión de uno de los acusados, el rumano Stan, que asegura que cuando se produjo el crimen estaba acostado arriba y no se enteró de nada.
Y es que cada detalle cuenta.
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