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La abuela María, hace unos años, llorando ante la fotografía de su nieto Juan Pedro.
María se marchó llorando a Juan Pedro

María se marchó llorando a Juan Pedro

El expediente del 'niño de Somosierra', «el caso de desaparición más extraño de Europa», como lo calificó Interpol, parece archivado para siempre después de 30 años de frustraciones y preguntas sin respuesta

Ricardo Fernández

Lunes, 18 de julio 2016, 11:59

¿Cuántas lágrimas se pueden llegar a llorar en casi diez mil días? La abuela María se llevó la respuesta a la tumba hace cuatro años, cuando su alma extenuada se rindió por fin a la evidencia. «Se lamentaba de que iba a morir sin haber llegado a saber qué había ocurrido con su nieto», cuenta Juan García Legaz, quien durante 26 años asistió al dolor de la mujer, impotente, ya que sus incansables esfuerzos en busca de una respuesta fueron en vano. «De alguna forma, ella también murió aquel día. Nunca dejó de llorar».

No es necesario que Juan explique a qué se refiere cuando habla de aquel día. Porque desde aquel día no hubo más días. Ya solo existió aquel fatídico 25 de julio de 1986, a las 6.40 horas, en que el pequeño Juan Pedro penetró en una dimensión desconocida y se convirtió en 'el niño de Somosierra'. Ya solo hubo aquella madrugada sobre el asfalto del kilómetro 95 de la N-1 en la que se produjo «el caso de desaparición más misterioso de Europa», como en su día lo calificó Interpol.

El enigma es tan insondable que 30 años no han sido suficientes para aportar alguna luz. Si al menos los expertos hubieran sostenido que era posible que el cuerpo del niño y sus ropas -un pantalón, un jersey rojo y los típicos zapatos escolares- se hubieran disuelto por completo en el torrente de ácido sulfúrico fumante, u 'oleum', que brotaba de la destrozada cisterna del camión donde Juan Pedro viajaba junto a sus padres, quizá la abuela María y el resto de la familia se habrían arrojado en brazos de esa hipótesis en busca de un poco de paz, ya que no de consuelo.

Pero no. Los técnicos aseguraron que incluso en la peor de las hipótesis se habrían recuperado algunos restos: trozos de huesos; los dientes, sin duda... Una afirmación que le cerraba a la familia el paso hacia la peor de las certezas, la de la muerte del niño, pero que por terrible que fuera siempre habría sido mejor que la insufrible incertidumbre en la que desde entonces anda sumida.

Iba a ser el viaje de su vida

Una sonrisa y el último adiós

De Juan Pedro solo queda el recuerdo del momento en que subió a la cabina del poderoso Volvo F-12 e hizo un gesto de despedida con la mano. Su amplia sonrisa venía a confirmar la tremenda ilusión con la que encaraba el viaje. Su padre, Andrés, le había prometido unos meses antes que lo llevaría de ruta, junto a su madre, Carmen, y en ese momento el experimentado chófer accionaba ya la llave de contacto para poner rumbo al País Vasco. Ese era el destino de los 20.000 litros de ácido sulfúrico que transportaba en la cisterna y entre todos habían decidido que, una vez acabado el servicio, aprovecharían para disfrutar de unos días de turismo por esas tierras.

Desde las siete de la tarde en que el camión cisterna echó a andar, hasta las cinco de la madrugada en que la familia se detuvo en el mesón Aragón para tomar un bocado -Juan Pedro pidió un bollo relleno llamado bayonesa- antes de iniciar el ascenso al puerto de Somosierra, el viaje se desarrolló sin incidencia alguna. Habían hecho otros tres descansos previos -en La Venta del Olivo (Murcia), en Las Pedroñeras (Cuenca) y en la gasolinera de Los Ángeles, a la entrada de Madrid- y todo marchaba, literal y metafóricamente, sobre ruedas.

El misterio comenzó con el inicio de la subida a Somosierra. Por razones que nunca llegaron a ser aclaradas, ya que el camión se encontraba en apariencia en perfecto estado, el tacógrafo fue registrando brevísimos y continuos parones -hasta un total de doce, de unos dos o tres segundos- a lo largo de 50 kilómetros. La velocidad era muy reducida, lo que explica que empleara una hora y 23 minutos en cubrir el trayecto.

El mayor parón, de casi medio minuto, se produjo al coronar el puerto de montaña y, a partir de ese instante, el vehículo emprendió una bajada que solo puede ser calificada como suicida si se tiene en cuenta que la carretera estaba plagada de curvas y portaba una cisterna llena de ácido sulfúrico. Llegó a alcanzar los 120 km/h y fue casi a esa velocidad cuando, en un giro pronunciado, rozó con varios coches y camiones que circulaban en sentido opuesto, y fue a colisionar brutalmente con otro tráiler.

Andrés y Carmen fallecieron en el acto. Y cuando un rato después los bomberos lograron rescatar sus cuerpos, estos ya estaban terriblemente desfigurados por el efecto de 'oleum' que manaba de la reventada cisterna. Ningún dato hizo sospechar a los investigadores que en esa cabina podía viajar también un niño. Y solo por la tarde, cuando un guardia se dispuso a notificar a la familia de Fuente Álamo la trágica noticia de la muerte de la pareja, se produjo la revelación. «¿Y cómo está el niño? ¡Por favor, dígame que está bien!», gritó María Legaz, la abuela. «¿El niño? ¿Qué niño, señora? En ese camión no viajaba ningún niño», respondió, aturdido, el agente.

Solo dos posibilidades

Y ninguna certeza

Las primeras hipótesis se orientaron, lógicamente, a la posibilidad de que el cuerpo del pequeño hubiera acabado completamente disuelto en el ácido sulfúrico. Pero cuando los especialistas afirmaron que siempre habrían quedado algunos restos, como los dientes, el desconcierto invadió a los investigadores y a la familia. Ninguna pista volvió a surgir sobre Juan Pedro, por más que decenas de agentes de las fuerzas de seguridad -en previsión de que el chico hubiera salido con vida del choque y estuviera desorientado- peinaron palmo a palmo una zona de más de 30 kilómetros de radio en derredor del lugar del siniestro.

Juan García Legaz, tío del pequeño y la persona que con diferencia dedicó mayores esfuerzos a tratar de conocer qué ocurrió en verdad, descalifica la investigación que practicaron los Servicios Especiales de la Guardia Civil. «Había varios testigos de los dos coches y los cinco camiones implicados en el choque que declararon que, a los pocos segundos de producirse el siniestro, llegó una furgoneta Nissan Vanette, que bajaron dos hombres, registraron la cabina del tráiler de Andrés y se llevaron un pequeño bulto. Les pedí a los guardias que volvieran a interrogar a los testigos, por ver si podían ofrecer más datos, y me respondieron que ya lo habían hecho y que no habían dicho nada nuevo. Más tarde descubrí que no era cierto, que no habían vuelto a hablar con ellos».

Fue Juan quien se dedicó a ir cubriendo esos agujeros que en apariencia dejaba la investigación. Como esos conductores aseguraban que podrían reconocer a los dos hombres que se bajaron de la Vanette, averiguó que ese modelo solo llevaba seis meses en el mercado y que apenas se habían vendido 800 unidades en toda España. Teniendo en cuenta que los testigos hablaban de dos personas con una franja determinada de edad, el espectro se reducía mucho. «Traté de que recabaran las copias del DNI de los compradores y que las mostraran a los testigos, pero también se negaron. Sinceramente, no sé qué pensar de todo ello, porque es imposible que pudieran ser tan ineptos», se lamenta todavía en estos momentos.

Y es que, ante las dos únicas posibilidades existentes, que se resumen en que Juan Pedro viajara en la cabina en el momento del accidente o que no fuera en ella, Juan era cada vez más partidario de la segunda conforme avanzaba en sus averiguaciones.

«La única explicación lógica al hecho de que el camión fuera tan despacio en la subida al puerto, con parones de dos o tres segundos, es que otro vehículo circulara delante y le fuera frenando», indica, teniendo en cuenta que esa madrugada no se produjo atasco alguno en la zona.

Sobre el último parón, de casi 30 segundos, en la cima del puerto, este vecino de Torre Pacheco cree que es donde se esconde la clave del caso. «Pienso que alguien bajó del otro vehículo, se llevó al niño por la fuerza y le dieron algo a Andrés, un paquete con droga o cualquier otra cosa, con la condición de que le devolverían al hijo cuando dejara el bulto en un sitio concreto». En favor de esa hipótesis juega el hecho de que en la zona operaban algunas bandas de delincuentes y que esa madrugada había un control de la Guardia Civil al final de la bajada del puerto.

Ese hipotético secuestro podría explicar, según Juan, el desenfrenado descenso que inició Andrés y que desencadenó la tragedia. «Iba loco».

Un último sobresalto

Y luego solo silencio

Treinta años, los que se cumplieron en la madrugada del pasado 25 de junio, no han permitido arrojar ni una sola pista válida sobre el paradero de Juan Pedro. La desaparición más misteriosa de Europa sigue manteniendo intactos sus méritos para no haber dejado de serla.

Apenas un ligero escalofrío recorrió a Juan hace un par de años, cuando agentes de la Unidad Central de Homicidios de la Guardia Civil se pusieron en contacto con él para informarle de que unos restos cadavéricos, hallados en una casa abandonada de la provincia de Guadalajara, habían ofrecido algunas coincidencias con el perfil de ADN que guardaban de algún familiar. Le advirtieron de que era muy probable que se tratara de «un falso positivo», pues la calidad de las muestras recabadas tanto tiempo atrás era bastante baja, y que las posibilidades de que esos restos humanos se correspondieran con los dos Juan Pedro eran poco menos que nulas.

Cuando se compararon los resultados con los de las nuevas muestras obtenidas de ADN, el error se confirmó. El caso del 'niño de Somosierra' seguía sumido en la más densa de las tinieblas.

«Ahora vamos a pedir al juzgado que permita exhumar los restos de Andrés y Carmen para obtener muestras de su ADN, porque es el más parecido al que tendría Juan Pedro. Queremos que la ficha de Interpol esté completa en ese sentido, porque no queremos desechar cualquier posibilidad existente de que un día se aclare el misterio. Imagina, por seguir con las hipótesis, que se lo llevaron al extranjero y que un día ese hombre que ahora sería quiere averiguar quiénes eran sus padres».

El recuerdo del sufrimiento de la abuela María, de sus casi tres décadas de llanto, bien justifica que no haya opción que no se deje abierta a una improbable solución al misterio.

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