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LUGAR DEL CRIMEN. Manuel, el policía, y su amigo Avelino, en el Cortijo del Tío Murciano donde fue asesinado Jesús Juárez. / JUAN LEAL
«¿Qué poco nos faltó para no contarlo!»
Asesino de férez y jumilla, hablan el superviviente y el policía que lo detuvo

«¿Qué poco nos faltó para no contarlo!»

El pastor de Férez atacado por el descuartizador y el agente que logró arrestarlo recuerdan la sangrienta jornada

RICARDO FERNÁNDEZ

Martes, 4 de noviembre 2008, 09:55

Avelino mata jabalíes. Y los mata a cuchillo. Le gusta salir al monte los fines de semana, acompañado por un buen amigo y por su zagal de quince años, y comenzar a seguir el rastro marcado por sus fieros perros que, al olor del marrano, pronto violan con sus ladridos el virginal y frío aire de la sierra albaceteña. Es, pues, un tipo bragado, duro, de los que no se arrugan ante el peligro, y además se sostiene sobre unas piernas ágiles como las de los venados y recias como los mismos troncos de las encinas. Si hoy sigue vivo, si vive para contarlo, es por ese carácter y por ese par de piernas. «Esa mañana -rememora- subí ya tarde a la finca. Le eché de comer a los dos caballos y luego me fui a donde las cabras para arreglarlas». Era 15 de febrero del año 2006. Fue al retornar por el camino cuando observó la presencia de una furgoneta Ford Courier, de color blanca, a una cierta distancia. «Sabía que conocía al dueño, pero en ese momento no me acordaba de quién se trataba. Me fui acercando y vi que la puerta del conductor estaba abierta y que había un joven con muy mala pinta durmiendo en los asientos. Me puse en tensión porque me dio mala espina. Y estuve a punto de irme sin decirle nada. Pero luego pensé: ¿Y si hace algo por la finca? Entonces me acerqué y le pregunté qué estaba haciendo allí». Avelino García Sánchez, pastor, de 44 años de edad, se habría largado a la carrera de saber que el interpelado era un alemán de 25 años llamado Stefan Aztler y que la furgoneta en la que dormitaba pertenecía a un agricultor de Socovos, Jesús Juárez Palacios, de 66 años, a quien el primero había asesinado apenas unas horas antes, asestándole una veintena de cuchilladas, y después había descuartizado en un cobertizo. Avelino habría escapado como alma que lleva el Diablo, con cada pelo de su cuerpo erizado, con el corazón paralizado de horror, de haber sabido que en el vehículo viajaban dos bolsas conteniendo la cabeza del labriego y su brazo izquierdo, y una tartera con tres filetes de carne humana. Pero todo ello lo ignoraba. «El tío no me contestaba. ¿Es que estás borracho?, le dije, pues no haber bebido tanto. Y borracho o no, ya te estás largando de aquí, ¿me oyes?». Fue entonces cuando el vagabundo se movió. «Empezó a hablarme en un idioma que yo no conocía. Se incorporó y vi que tenía las manos y la cara manchadas de sangre. Como cuando la sangre se lava y, sin embargo, no termina de irse. Ahí ya empecé a ponerme malo. Le dije, ya cabreado: ¿A quién le has quitado el coche? Salió del coche y se le cayó una navaja. Yo bajé el tono: A ver si te vas a hacer daño...». Se apartó unos metros y telefoneó a Manuel Pérez, el único policía local de Férez. «Sube a mi finca en cuanto puedas, que aquí hay un tipo que no me gusta nada», le pidió. Pero el agente estaba solo en el Ayuntamiento. «Ahora no puedo. Pero llamo ya mismo a la Guardia Civil», le respondió. Cuando Avelino colgó el teléfono y se giró sobre sus piernas vio con temor cómo el joven se dirigía hacia él. «Llevaba una mano escondida a la espalda y venía en plan vacilón, hablando a lo chulo, aunque yo seguía sin entenderlo. Tampoco me hacía falta saber lo que estaba diciendo, porque ya veía de lo que iba. Supe que el asunto era serio y me agaché y cogí dos piedras bien gordas. Si sigue andando le sacó los sesos de una 'pedrá', me dije». LUCHAR POR TU VIDA No se detuvo. Siguió caminando, la alta figura balanceándose como una víbora, retador, amenazante. «Menos mal que no me dejé llevar por el miedo, que no me aturullé. Me cabreé muchísimo. Y le lancé las piedras a la cabeza. Si lo engancho de lleno lo dejo en el sitio, porque las piedras las tiro bien, ¿sabes?, como pastor que soy. Lo que pasa es que el tío se giró para esquivarlas y le di las dos veces en el hombro. Ni se inmutó». En un instante se vio luchando a muerte por su vida, con las manos desnudas frente a un chico joven, que le sacaba dos palmos de estatura y que empuñaba una afilada navaja con la que ya había matado a otro hombre. «Alcancé a darle un puñetazo en la cara, pero él me tiraba una cuchillada detrás de otra. Con una de ellas me hizo un corte en la mano.Yo veía que no iba a aguantar mucho tiempo. Entonces pensé que si lograba echar a correr ladera abajo, seguramente no me cogería. No todos saben correr a toda leche por el campo sin caerse». De un empujón logró quitarse de encima al alemán, antes de que éste llegase a herirle de gravedad, y se lanzó pendiente abajo como un jabalí acosado. «Venía pegado a mí, a menos de un metro, lanzándome navajazos, y yo tenía que hurtarle los riñones, como hacen los recortadores de toros, para que no me la clavase. Al final conseguí sacarle dos o tres metros de distancia y se paró, porque se dio cuenta de que a correr no me ganaba». Sin dejar de correr, Avelino empuñó el teléfono móvil y volvió a telefonear al policía local. «¿Ven corriendo, que me está atacando con una navaja!, le dije. Y él me contestó: ¿Voy a buscarte! ¿Tú corre, corre! Le respondí: ¿Es que te parece que estoy corriendo poco?». «IBA EL COCHE ECHANDO CHISPAS» El agente subió al coche patrulla de un salto y enfiló el camino de la finca a toda velocidad. «Iba el coche echando chispas. Se tardan cuatro o cinco minutos en llegar allí y no tardé ni uno. Cuando entré por el camino vi a Avelino corriendo y al joven, que le había quitado el todoterreno, persiguiéndolo para atropellarlo. No lo mató porque, cuando ya lo iba a alcanzar, Avelino se lanzó al campo y lo esquivó», cuenta ahora Manuel, el policía. Comprobó que su amigo estaba bien y salió en persecución del alemán. Fueron once kilómetros de improvisado rally por las sinuosas carreteras que unen Férez y Socovos. Stefan Aztler perdió la carrera al salirse de la calzada y chocar con un olivo. Con ello perdió también su libertad por muchos años. «Le dije que se tirara al suelo, pero no me hizo caso. Se vino hacia mí y saqué la pistola. Entonces intentó huir. Lo derribé de una patada y lo esposé». Manuel Pérez acababa de hacer, sin siquiera imaginarlo, el servicio de su vida. Había detenido a un asesino, al descuartizador de un vecino de Socovos, al presunto homicida de un agricultor de Jumilla y al supuesto autor del apuñalamiento de un indigente en Alemania. Un servicio por el que, meses después, la Guardia Civil acabaría otorgándole la Medalla al Mérito. Pero la jornada le deparaba todavía sorpresas más contundentes. Vivencias nada gratas. No tardó en enterarse de que la Ford Courier que el delincuente había dejado abandonada en el campo pertenecía a un hombre llamado Jesús Juárez. Tampoco le llevó mucho localizar a la mujer y comprobar que no había aparecido por casa. «Me dirigí hacia el Cortijo del Tío Murciano, al que Jesús había ido a trabajar esa mañana. Me seguía la mujer y tres sobrinas suyas en otro coche. Al llegar a la finca vi un rastro de sangre, como el de un cadáver al ser arrastrado, que iba desde unos almendros hasta un almacén. Entonces llamé a la Guardia Civil y les dije que iba a entrar. Tiré abajo una puerta, a patadas, y al asomarme observé el cuerpo troceado en el suelo. El tronco por aquí, un brazo y una pierna debajo de un saco. ¿Impresionado? No demasiado. Mi única preocupación en ese momento era conseguir que la mujer y las sobrinas no viesen ese espectáculo. Lloraban y gritaban, histéricas, y querían entrar a la vivienda. Logré que se marcharan a casa». Ahora, después de la experiencia que ambos pudieron haber pagado con sus vidas, entre Avelino y Manuel ha surgido una estrecha amistad. «Cada vez que nos vemos nos damos un abrazo. Nos decimos: Qué poco faltó ese día para no contarlo. Y nos sonreímos». «SI LLEGO A COGER EL BASTÓN...» Avelino lo ha pasado mal. «Tenía pesadillas y apenas podía dormir». Y su familia, peor aún. Ha tenido, además, que dejar las cabras. «Cada vez que iba allí, mi mujer y mi hijo no hacían otra cosa que llamarme por teléfono para ver si estaba bien. Yo les decía: Tranquilos, que no todos los días va a aparecer un tío de ésos en la finca. Pero lo cierto es que una cosa de éstas no se olvida. Pero una cosa te digo: si ese día consigo coger, no ya el cuchillo que uso con los jabalíes, sino el bastón que llevo en el todoterreno, ese cabrón se queda en el sitio. Porque las piedras las tiro bien, pero al bastón le doy un giro que ni te cuento...».

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