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Siempre que puede, Donald Trump desliza una idea que sulfura a sus vecinos del Norte: «Canadá se beneficiaría enormemente de ser el 51 Estado de ... Estados Unidos». Y, como no lo es, el líder republicano utiliza las excusas del fentanilo y de la inmigración ilegal para castigar al país norteamericano con aranceles que dañan sustancialmente su economía. El texto del decreto con el que Washington impone un impuesto del 25% a las importaciones canadienses demuestra que el magnate quiere hacer daño: «El comercio supone el 67% del PIB de Canadá, pero solo el 24% del PIB de EE UU, que tiene el mayor déficit comercial del mundo con más de un billón de dólares».
Canadá reconoce su dependencia de la superpotencia con la que hace frontera y la incapacidad para responder con una represalia equivalente. «Nos une la relación comercial más estrecha, que crea millones de empleos en cada país. En 2023, el comercio bilateral se acercó a los 2.700 millones de dólares diarios. Además, Estados Unidos es nuestro mayor inversor extranjero», escribe el Gobierno de Ottawa en su página web.
Por eso, la actitud de Trump preocupa, y mucho, en la nación de la hoja de arce. Pero tiene claro que no va a arrodillarse. Lo dijo sin paños calientes el nuevo primer ministro, Mark Carney, nada más acceder al cargo a mediados de mes: «Hablar de que nos podamos convertir en el Estado número 51 de Estados Unidos es una locura. En ningún momento, y de ninguna manera, pasaremos a ser parte de ese país», sentenció, consciente tanto de que Canadá «pasa por la peor crisis de su historia» como de que el sentimiento nacionalista crece entre sus compatriotas. Según una encuesta del Angus Reid Institute, el 91% de los canadienses rechaza la anexión a EE UU.
46% de los canadienses
querría formar parte de la Unión Europea. Un porcentaje muy superior al 9% de quienes estarían a gusto integrándose en Estados Unidos.
Pero más del 80% de sus exportaciones acaba en el vecino del Sur y, si Canadá quiere mantenerse firme sin sufrir un descalabro económico, necesita dar urgentemente con alternativas que le permitan diversificar. Por eso, Carney ha decidido buscar la respuesta en las raíces de su país, que, como indicó en su discurso inaugural, «son las de tres pueblos: los indígenas, los franceses y los ingleses».
Hace unos días visitaba Francia y el Reino Unido en su primer viaje oficial, que tradicionalmente tenía Washington como destino. El pasado lunes se reunió en París con el presidente galo, Emmanuel Macron, para comentarle que busca «socios fiables», en clara contraposición al vuelco que Trump le ha dado a política de alianzas de la superpotencia americana. En el Elíseo también lanzó un mensaje interesante antes de volar a Londres para encontrarse con Carlos III, que también es su monarca: «Canadá es el país más europeo de los no europeos».
Este mes, Abacus Data ha preguntado a los canadienses si les gustaría ser el miembro número 28 de la Unión Europea y un 46% ha dicho que sí –un punto más que los británicos que querrían regresar–, mientras que solo el 29% se opone a ello. «Nos sentimos honrados por los resultados de esta encuesta. Demuestra nuestro atractivo y el aprecio de una gran parte de los ciudadanos de Canadá por la UE y sus valores», respondió desde Bruselas la portavoz de la presidenta de la Comisión, Paula Pinho, quien recordó que solo pueden formar parte del bloque países del Viejo Continente.
Esa fue la razón aducida, por ejemplo, para rechazar la solicitud de adhesión de Marruecos en 1987, aunque Turquía -que tiene una mínima parte de su territorio en Europa- ha logrado iniciar el proceso y Chipre, técnicamente en Asia, es miembro desde 2004. En cualquier caso, el vuelco en la opinión pública canadiense es evidente y queda claro con otro dato: un 68% tiene una visión positiva de la UE, frente al 34% que dice lo mismo de Estados Unidos.
Sin duda, a nivel comercial, la integración del país norteamericano y Europa es casi completa. No en vano, el 'Acuerdo Económico y Comercial entre Canadá y la Unión Europea' (CETA, por sus siglas en inglés) firmado en 2017 estipula que se «eliminan la mayoría de los derechos de aduana, impuestos y otras tasas de importación» entre ambos y da «a las mercancías que importen de la otra parte un trato no menos favorable que el concedido a sus productos nacionales».
39.100 millones de dólares
es el superávit comercial de la Unión Europea con Canadá. Por cada dólar de productos canadienses que compramos, les vendemos dos.
De esta forma, se elimina el 99% de los aranceles de uno y otro lado, y se armonizan multitud de normas de seguridad y de sanidad. Sin embargo, según los datos del año pasado, la Unión Europea sale ganando: vende a Canadá productos por valor de 39.100 millones de dólares más de lo que gasta en sus compras al país norteamericano. Teniendo en cuenta que el volumen de la relación bilateral es de 108.000 millones, la balanza está muy escorada hacia Europa.
Así que la gran incógnita está en si el Viejo Continente puede equilibrarla para compensar con un aumento de las compras el daño que le causan a Ottawa los aranceles de Washington. Parece que el consenso apunta a una respuesta negativa. En gran medida porque Europa ya tiene afianzados los proveedores para las principales exportaciones del país norteamericano, que son hidrocarburos -podría sustituir a Estados Unidos en petróleo y gas licuado, aunque solo este año Canadá comenzará a comercializar este último-, minerales, madera y componentes de automóvil. En definitiva, a los canadienses les va a costar cerrar la herida que ha abierto Trump.
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