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ICÍAR OCHOA DE OLANO
Lunes, 21 de marzo 2016, 12:58
Posiblemente propulsado por una amodorrante inercia, el adolescente Walter Plunkett (Oakland, California, 1912) iba para picapleitos cuando, en el tránsito hacia la licenciatura de Derecho, se enredó en el grupo de teatro de aficionados de la universidad. Allí lo supo de inmediato. Quería ser de ley, sí, pero actor. Voló a Nueva York para formarse y forjarse como tal. Lo hizo en obras de módico presupuesto para las que, además, ideó escenarios y vestuarios. Así, sin rumiarlo, prendía la mecha del arquitecto de la colosal Escarlata O'Hara y, también, del modisto más icónico del Hollywood dorado.
Aunque breve y de puntillas, su paseo por el mundo de la interpretación de la mano del método Stanislavski, que estudió, le sirvió para redoblar su interés por el realismo escénico y la veracidad, dos valores que volcó en su trabajo como diseñador. Precisamente, esa pulcritud profesional le llevaría a convertirse en una autoridad como modisto de cine de época y, también, en amigo personal de otra meticulosa trabajadora y subversiva 'it girl', la indómita Katherine Hepburn. «Me hizo los vestidos más maravillosos que he llevado», contaría décadas después la artista, reina de un 'casual chic' fuera de los platós en el que a duras penas entraba otra cosa que no fueran pantalones. En más de una decena de películas, el culpable de resaltar aquella cintura de cincuenta centímetros fue su querido 'Plunky'.
La 'fierecilla domada' no solo lució sus modelos con un estilo que siete décadas después resulta de plena vanguardia, sino que recomendaría su buen hacer al productor David Selznick cuando, en los tantanes de la Segunda Guerra Mundial, cavilaba un ambicioso proyecto para trasladar al cine una novela recién premiada con el Pulitzer, titulada 'Gone with the wind'. Arrancaba para Plunkett la compleja travesía hacia su obra más vasta y magna.
Fiel a su proceder concienzudo y escrupuloso, se embarcó durante cuatro meses en un viaje de investigación no remunerado por el sur profundo de los Estados Unidos. En su bolsillo, un contrato sin exclusividad por el que le pagarían 600 dólares a la semana en los dos meses de preproducción y 750 por cada siete días de rodaje, y una carta de presentación dirigida a Margaret Mitchell, la autora del libro. La visitó en su casa de Georgia. Con su valiosa ayuda, Plunkett conoció el ingenio de aquellas mujeres, que usaban cáscaras de nueces y piedras como botones, y ramas de espinos como broches, para confeccionarse la ropa durante el bloqueo al que la Unión sometió a los estados sureños durante la Guerra de Secesión. En los Museos de las Hijas de la Confederación de Savannah y Charleston le proporcionaron trozos de telas cortadas de los dobladillos de trajes de época y que solían estar decorados con minúsculos estampados.
Si las flores lucen nítidas y esplendorosas en los vestidos de Escarlata es por la audaz decisión de Plunkett de doblar su tamaño, como se aprecia en el romántico vestido floral, en blanco y verde, que Vivien Leigh pasea en los primeros planos de la cinta. Su extraordinaria sagacidad se aprecia igualmente en el estudiado uso que hace de los colores y las telas para enfatizar los avatares vitales de Escarlata. Así, mientras emplea el organdí, el tul, el algodón y las tonalidades luminosas para envolver a la impetuosa inquilina de Tara en sus años de juventud, recurre a la seda y a pesadas túnicas de terciopelo oscuro para envolverla a medida que madura y se enfrenta al drama.
«Su obsesión compulsiva por el perfeccionismo», como lo llama el diseñador madrileño Lorenzo Caprile, quedó bien rematada en las entretelas del vestido de novia que ideó para la protagonista, quien, ante la premura de Charles Hamilton por ir a la guerra, se ve obligada a casarse con el que llevó su madre. Para hacerlo más verosímil, Plunkett recreó uno desfasado, en seda satinada y con mangas abullonadas, que estuvieron de moda treinta años antes, y que no le ajustaba bien a Escarlata. Todo, por supuesto, a posta.
Para este exhaustivo y monumental trabajo, recogido en un todavía poco conocido Technicolor, acabaría creando más de 5.000 piezas para cincuenta personajes y un centenar largo de extras, que lucieron indumentarias igual de impecables y bien acabadas que la mismísima señorita Escarlata. Solo para ella pintó y cosió 35 opulentos conjuntos con sus respectivos sacramentos: sombreros, chales, guantes, sombrillas, enaguas, corsés, miriñaques... Si el 'star system' de la época imponía que las estrellas emergieran en la gran pantalla como auténticas diosas, Vivian Leigh en manos de Plunkett inundó las salas de proyección.
Mae West y cowboys
«Mis favoritos son la gran bata que viste casi el final, cuando cae por las escaleras y pierde el niño que espera, y ese gran traje rojo con el que acude sola a una cena, en casa de Melania, cuando sabe que todo su círculo la está criticando», revela Caprile, quien reivindica también el trabajo del modisto estadounidense para el plantel masculino. «Clark Gable nunca estuvo tan guapo. Acentuó la ambigüedad de Leslie Howard, una de las grandes incógnitas de la película, y la recreación arqueológica de los uniformes militares de la Guerra de Secesión es magnífica», resalta el prestigioso artista, inmerso estos días en la preparación del vestuario de 'Jewels', la nueva obra del Ballet de la Ópera Alemana de Berlín, que dirige Nacho Duato.
La película más famosa de todos los tiempos se estrenó en 1939. A partir de 1948, cuando la Academia creó por fin el Oscar al vestuario, Plunkett recibiría nueve nominaciones. Solo una de ellas, por 'Un americano en París', le proporcionó la estatuilla. A lo largo de su prolífica carrera, Plunkett, un tipo afable, generoso, discreto y humilde, «que impregnó de clase, saber estar y elegancia todas las facetas de su vida», vistió de diosas a otras actrices, como Mae West, pero también bordó el 'look' de hombres rudos y polvorientos. «Para 'Duelo bajo el sol' se fue a peinar México donde logró piezas auténticas con métodos que bordeaban la legalidad», asegura Caprile. El diseñador californiano se retiró en 1966. Falleció veintidós años después en Santa Mónica. Lo hizo dando una última puntada, adoptando a su pareja, un hombre, para que pudiera heredar su patrimonio.
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