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Nace esta columna sin más pretensión que dar rienda suelta a cuanto me topo de interés en mi ingesta diaria de lecturas (necesito leer tanto como comer, y lo disfruto igual) si está relacionado, directa o tangencialmente, con la gastronomía. Pero también para compartir algunas ... experiencias culinarias personales de quien, vaya por delante, siempre se resistió a la invasión del plato cuadrado y la 'play food' en detrimento del bar español de barra, cerveza tirada con serpentín y buen producto. Dicho eso, no le hago ascos al olimpo Michelin de la cocina más creativa. Al contrario, me gusta tanto como las costillejas con aletrías y alcanciles.
Será una columna con microhistorias a modo de tapas. Mejor tragos cortos para no empalagar o aburrir. El periodista Joe Pinsker escribió hace unos meses en la revista 'The Atlantic' que siempre que ordenaba comida en un restaurante pedía varios platos a compartir siguiendo el principio económico de la utilidad marginal decreciente: a medida que se consume más de una cosa, más se reduce la satisfacción que causa. Cierto, la quinta o sexta cucharada de un guiso nunca reconforta como la primera. Así que nada mejor que compartir platos con otros para obtener más primeros bocados. Ahí radica el éxito del tapeo... Y la esencia de esta columna.
Cuando surgen los restaurantes modernos en el XIX es cuando nace la posibilidad de que cada comensal pida individualmente lo que quiere comer. Entonces se valoraban los locales ruidosos. Hoy es al revés. En algunos restaurantes, por su deficiente acústica, aparece el llamado 'efecto Lombard': la tendencia a elevar la voz para ser oído por el resto de compañeros de mesa. Hace unas semanas me pasó en un local muy recomendable, el restaurante Alba de Alicante, donde la joven chef Alba Esteve hace la mejor pasta con carbonara de todo el sureste. Disfruté con su cocina sabrosa, pero no de la conversación, y por tanto, de la sobremesa. Hay que cuidar el confort acústico en las salas.
Donde ya no habrá posibilidad de ir es al Noma de René Redzepi en Copenhague. Ha sido noticia esta semana el cierre del considerado mejor restaurante del mundo. Redzepi declaró que era insostenible y que lo convertirá en un laboratorio gastronómico. Para disfrutar de su menú degustación y comer, por ejemplo, corazón de reno a la parrilla sobre una cama de pino fresco y helado de azafrán en un tazón de cera de abejas, había que pagar al menos 500 dólares por persona. Todo un dineral que al final no alcanzaba para remunerar a sus casi 100 empleados.
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