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De cena en la Casa Blanca
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Cuando el expresidente socialista Hernández Ros, en un naif y voluntarioso intento por zanjar la Guerra Fría, tuvo en 1984 la ocurrencia de (¡por qué no!) invitar a un arroz huertano a Ronald Reagan y a Konstantin Chernenko al pie del Muro de Berlín, sabía ... que buena parte de las grandes decisiones sobre política internacional se han tomado en torno a una mesa a la hora de cenar o almorzar. En 1978, las tartas y pasteles de la cocina tradicional del sur de EE UU le sirvieron al presidente Carter para lograr los acuerdos de Camp David entre Egipto e Israel. Y Richard Nixon no dudó en practicar con palillos antes de su crucial viaje a China en 1972 porque sabía de la importancia que iban a tener sus banquetes con los dirigentes comunistas, algunos televisados a los americanos, para lograr una distensión cuidadosamente coreografiada con el gigante asiático.
Hay numerosos ejemplos, pero cito solo dos estadounidenses porque esta columna está dedicada a un libro de reciente aparición que hará las delicias de todos los amantes, a partes iguales, de la política norteamericana, la historia y la gastronomía. Se llama 'Cena con el presidente' y ha sido escrito por Alex Prud'homme, que relata cómo la gastronomía y los alimentos jugaron un papel relevante en 26 presidentes de EE UU durante sus estancias en la Casa Blanca. Acabo de empezar a leerlo por una fantástica reseña firmada por Moira Hodgson, que recoge numerosas anécdotas presidenciales. Desde cómo George W. Bush tuvo que enfrentarse a la ira de los agricultores, que fueron con sus camiones a Washington tras decir que no le gustaba el brócoli, a las acusaciones de 'elitista' y 'liberal de limusina' recibidas por Obama en campaña electoral por decir que le gustaba la rúcula y que le ponía mostaza de Dijon a las hamburguesas. No menos intensas fueron las críticas a Reagan desde otros frentes por empeñarse en calificar el ketchup de vegetal para cumplir con nuevas pautas de nutrición y a la vez ahorrar dinero en los comedores escolares. A Lincoln le gustaba la miel recién sacada del panal, a Gerald Ford el requesón, y John Adams desayunaba sidra con pasteles. Pero parece haber una mayoría presidencial partidaria del filete (Ulysses Grant, Trump, William H. Taft -que los tomaba para desayunar- y Eisenhower, que comía bistec tres veces al día). De todos los cocineros presidenciales me quedo con Hércules Posey, un esclavo que escapó durante la fiesta de 65 cumpleaños de George Washington. ¡Ole!
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