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Un toro ha matado al Espartero. Es la voz del primer recuerdo nítido. El origen de un ser consciente que no sabe lo que son ... los toros, ni quién es Espartero ni reconoce el perfil de la muerte. Pero lo ha escuchado en la calle Feria de Sevilla. «Un toro ha matado al Espartero». Juan Belmonte apenas tiene cinco años y la ciudad se ha hecho noche tras la funesta noticia. En el ruedo se disputa la vida y siempre gana la muerte, pero a veces por partida doble. Cuenta Chaves Nogales ese primer recuerdo del torero, el abismo de la memoria. El niño aprendió qué era la vida a través de esa muerte cercana. El torero que había en él acababa de nacer.
Cada generación guarda su tragedia. En todo individuo se esconde la muerte de un torero. Lo escuchamos una mañana en la que alguien deja encendida la radio, en la portada de un periódico, en una conversación perdida. Todos hemos sido ese niño asustado llamado Juan Belmonte. Es el ritual de paso a la vida consciente. Y también la aceptación de este juego milenario entre el hombre y la naturaleza. La idiosincracia del toreo exige sangre. Es parte de su esencia.
La muerte adquiere diferentes formas, arropa distintos cuerpos y deja siempre el mismo rostro de calma, hierático, como de piel de cera, cuando el torero exhala el último aliento en la enfermería. Adoptó el cuerpo de Joselito el Gallo, en 1920. Aquella tarde, en Talavera de la Reina, el toro 'Bailador' venció el duelo y se llevó por delante a la primera figura de la fiesta nacional, con tal solo 25 años. Aún se guarda un minuto de silencio cada vez que hay toros en España un 16 de mayo, porque en la corrida la muerte no se olvida, se celebra, se exalta, se llena de humo para invocarla.
Catorce años después, paseó por la plaza de Manzanares. Los cuernos de 'Granadino' aguijonearon el muslo de Sánchez Mejías y la plaza quedó en silencio. «Lo demás era muerte y solo muerte a las cinco de la muerte». Porque los toreros pertenecen a la raza de los héroes sin armaduras y sus muertes son cantadas por los mejores poetas. García Lorca hizo de la oscuridad de ese día el mejor poema que se ha escrito sobre las parcas que cortan los hilos en las plazas. Muerte y vida traspasada por la poesía, «cuando las ventanas ardían como soles» y un torero agonizaba a las cinco de la tarde, en una España republicana.
Conmoción nacional sintió un país herido por la guerra, por la dictadura, por el hambre y el dolor, cuando 'Islero' levantó el cuerpo de Manolete en la plaza de Linares. Aquella tragedia marcó la generación de mis abuelos. Las casas se llenaron de velas y fotografías de aquel torero delgado, elegante, peinado hacia atrás con brillantina, que dictó la estética del único lugar de este país donde no había vencedores ni vencidos. Tanto dolor provocó el último aliento de Manolete que aún se habla de él aunque apenas quede alguien vivo que lo viese torear.
Luego pasaron las décadas y el reloj marcó más veces las cinco de la tarde. Puntual estuvo 'Avispado' en Pozoblanco, para perforar la safena y la femoral de Paquirri, un torero elegante y nacido del pueblo. La muerte que marcó a mis padres. Y al poco el Yiyo, un año después, con 21 años, cuando 'Burlero' le atravesó el costado y le pinchó el corazón. Aquella fue una muerte instantánea en la plaza. La asunción de una derrota colectiva, de un aliento detenido en Colmenar. Luego la de Fandiño, en Aire-sur l'Adour. La cogida que conmocionó a mi generación.
La muerte recorre los cosos del mundo y recuerda al graderío que la tauromaquia es lucha, duelo, silencio y recogimiento. La muerte siempre triunfa. Es la supervivencia del toreo. Sin muerte no hay duelo. No hay arte. No hay duende. Los sabía Villegas cuando pintó 'Triste muerte del torero Bocanegra'. En el cuadro los hombres lloran, se arrodillan. Los trajes de luces brillan con la luz de las velas. El humo envuelve la capilla mortuoria. El sacerdote reza unas plegarias. La plaza se intuye al fondo, llena, sedienta de vida, angustiada de muerte. El toreo alcanza su cenit en la sangre. La muerte cabe en un cuadro, alcanza la métrica de un poema, de una copla cantada. Se esconde en la mirada de un niño ante el entierro de Espartero. Reclama, a las cinco de la tarde, su papel omnipresente. Es lo único que no es efímero en la plaza.
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