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La luz del sueño divide la plaza en dos: los somnolientos, los hambrientos; los que esperan, los que desean; los que aplauden, los que se ... ofuscan. En cada faena hay una iluminación y una sombra. Sorolla frente a Goya, pintando el mismo toro pero desde una perspectiva diversa. Una mitad de oro y otra de plata, como escribió Bergamín. El dorado y el negro escalando sus matices a medida que avanza la tarde. El punto de encuentro entre los dos ejércitos distantes: el rojo que mancha el lomo del animal cuando comienza la faena.
La plaza contiene la fiesta y la protege del mundo, pero es la luz quien le otorga vida al espectáculo, quien lo eleva a la categoría de arte. La luz del recuerdo, de un abuelo llevando a un niño de la mano, y este convertido en padre, buscando a sus ancestros, los que ya no están, en las tribunas. La luz de la juventud, en el centro de la plaza, con estoque en mano y gesto concentrado, envalentonando su nombre y dejándose el apellido en dos palmos de arena. La luz como un rumor escondido, cuando se abre toriles y ruge el suelo porque la sombra se abalanza sobre la plaza.
La tauromaquia nació al costado del Mediterráneo porque necesita de su luz para que se cumpla lo dictado. La Maestranza está llena. Desde el cielo se suspenden los rayos de sol y elevan al torero a una dimensión superior a la de los héroes. Su traje brilla como el de un caballero con su armadura. Pero no es de acero. Está tejido con fragmentos de sol, dicen las coplas que se cantan antes de que comience la faena. El torero se queda solo en el centro de la plaza y no tiene más que la luz a su lado. Es un simulacro de fuego. Una antorcha entre las tinieblas. El traje de luces ilumina el cuerpo del toro y protege su piel de los cuernos del anima. Brillan los machos y las borlas, el capote de paseo. La seda se hace terciopelo de agua. Es la estrella de una galaxia distante, que cobra sentido solamente cuando está delante del toro.
La luz del sur de Francia también se hace cuerpo en la plaza. Busco el aliento del último pase en las gradas de mármol de Nimes, tras las imperfectas columnas de Arles. Allí los toros se han consagrado como un arte viejo y simbólico. Las ciudades de la Costa Azul celebran, una semana al año, que la luz inunda las calles, y por eso se reúnen en sus Arenas, para intentar dominarla y atraparla. Persiguen la eternidad de ese movimiento, un torero y un toro iluminados por la fugaz presencia del sol.
Es la luz que corre por las venas del arte, desde las paredes de Cnosos hasta el Guernica. Ahí están los grabados con los que Goya estilizó al animal cuando ya se había cansado de pintar guerras. También las plazas inquietantes de Fortuny, al borde del abismo, con un silencio que rompe la tarde y la hace enloquecer. O la luz de Sorolla, esa dulce estirpe de espuma de mar que aspira a la eternidad resbalándose en la silueta de los toreros, en la crin de los caballos. Sus pinturas representan corridas multitudinarias. Hay espera y tensión, pero no movimiento. La suya es una luz en plenitud, lejos de romperse por la sangre contraria.
Las plazas tienen sed, y a las cinco de la tarde se llenan de luz. Nada sería de la tauromaquia sin ella. A esta necesidad de invocarla han recurrido los pinceles del mundo. No es fácil representar una plaza de toros en efervescencia porque lo efímero se escapa del entendimiento humano. No hay ciencia posible en el momento en el que un pase estremece al público. Es lo espiritual frente a lo objetivo. Un impulso místico que refleja la luz. Lo fugitivo volviéndose eterno, por eso hay toreros a los que les basta con un muletazo para pasar a la historia y otros que quedarán encerrados en la insignificancia a pesar de haber abierto la puerta grande en numerosas ocasiones. Todo está en la luz, que es el momento supremo en el que el público sabe que ha merecido la pena la entrada, una tarde expuesta al sol, a los bancos de piedra y madera. Todo cobra sentido. Y adquiere la luz de un sueño.
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