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No es un recuerdo, sino un escenario. Los años de mi infancia se desarrollan al costado del coso de Sutullena. Camino con mi madre de ... la mano junto a los corrales, ese muro de piedra que rompe la perfección de la plaza, que no la deja ser redonda. Apoyaba las manos en la pared y sentía la fuerza de los toros al otro lado. Me imaginaba sus cuerpos embravecidos, sus movimientos lentos pero contenidos, con una fuerza de animal mitológico. En septiembre Lorca se engalanaba para recibir a los toreros. Cortaban la calle de mi casa y pasaban carruajes hacia la plaza. Los cascos de los caballos anunciaban que a la corrida apenas le quedaban unos minutos para iniciarse. Había fiesta, cohetes y música. Era una escena antigua traída a finales de los años noventa del siglo XX. Y me gustaba participar de ella porque sentía que estaba haciendo lo mismo que mis ancestros, esos personajes desconocidos con los que compartía apellido.
La primera plaza que visité fue la de Sutullena, por una cuestión genética. Vivir enfrente de un coso te marca. Fue una corrida de Curro Romero de la que no recuerdo casi nada. Solamente un murmullo en el público, un aficionado sevillano que insultaba al genio de Camas porque lo había visto más de veinte veces en la Maestranza y había tenido que venir hasta Lorca para presenciar una corrida perfecta. Recuerdo el regocijo de los aficionados, los pañuelos blancos y la fanfarria de la música cuando todo acabó. Pero nada guardo de la faena. Los toreros y los toros se alejan de mí y no soy capaz de figurarlos luchando en la plaza.
Sutullena es una geografía personal porque mis mayores acudían allí en los días de fiesta, al igual que mi padre, en sus primeros años de vida, paseaba al lado de La Condomina junto a mis abuelos. La tauromaquia enlaza las generaciones a través de recuerdos fugaces. A veces basta una plaza, una puerta grande sin engalanar, impasible en los días sin corrida. Siempre he pensado que las plazas son coliseos romanos en descanso, la sofisticación de aquella violencia ancestral en la que el hombre luchaba por sobrevivir contra los animales o sus iguales. El toreo es pelea, por supuesto, pero a través de ella se llega al arte, y en eso se perfeccionó la técnica romana.
En el Coliseo de Lorca la historia también acuna sus primeros pasos. Lo cuenta Chaves Nogales en 'Juan Belmonte, matador de toros'. Belmonte es un muchacho que acaba de fracasar en Sevilla. No ha pasado de torear novillos con más golpes que gloria. De camino a Valencia, el torero 'Pichoco' cae enfermo y hay que sustituirlo con sigilo. Nadie puede saber que 'Pichoco' no está y Juan Belmonte se enfunda el traje de luces para resarcirse de los días en los que ha caminado por el fracaso. Dice Chaves Nogales que la faena fue un éxito, que salió por la puerta grande y fue aclamado por un público entregado, al grito unánime de «Pichoco, Pichoco». Aquella resultó la primera gran faena de Juan Belmonte, aunque se le privó su nombre.
Hay una pulsión entre la infancia y la toreo. El niño coge con las manos una silla de madera y la inclina para simular los pitones. Otro enrolla una toalla o una manta sobre un palo. Da un pase, un muletazo, se revuelve. Sucede a cámara lenta, porque la niñez mira al futuro con parsimonia, sin prisas, como si tuviera la fórmula de dominar el tiempo. Las tardes pasan entre faenas, descalzos, sobre la tierra del campo o la arena de la playa. El niño no piensa en la muerte cuando ve un toro, pero sabe que en su encuentro se esconde un misterio difícil de resolver. Miguel Hernández escribió:
A punto está la corrida:
y en el momento de verte,
toro negro, toro fuerte,
estoy queriendo la vida
y deseando la muerte...
En Murcia, cuando llega septiembre, los niños quieren ser toreros. En Madrid, en mayo. En Sevilla, en abril. En Pamplona en julio y en Valencia en marzo. Hay un calendario de sueños que se extiende por todas las ciudades donde hay un coso. Los mayores acuden a la plaza y se frotan los ojos antes de contemplar la corrida. Piensan en sus ancestros, con los que descubrieron por primera vez una plaza. Los recuerdan y los extrañan. En la arena, el torero y el toro danzan su ritmo macabro, pero en el público la vida también habla con la muerte. Los que están recuerdan a los que se fueron. Es una puerta abierta a la memoria. El lugar en el que los mayores revierten el tiempo y vuelven a ser los niños que fueron.
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