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MARÍA JESÚS PEÑAS
MURCIA
Miércoles, 16 de mayo 2018, 22:02
En 2009 la televisión pública española estrenaba 'Españoles en el mundo'. Un programa que acercaba al televidente a los distintos destinos del globo terráqueo a través de españoles instalados en diferentes países. Una sola preposición habría convertido a los cartageneros Ana Huertas y Evaristo Torres en excelentes protagonistas de un espacio titulado 'Españoles por el mundo'. Porque desde 2002 la inmensa esfera ha sido su hogar; «su otra vida», como a ella se refieren cuando hablan de aquella que les ha permitido tener otra existencia a lo largo de las 45.000 millas náuticas recorridas de 2002 a 2008 en su catamarán, o en los 150.000 kilómetros que desde 2011 y hasta hoy, acumulan con su camión; un 4x4 acondicionado por ellos mismos para una nueva vuelta al mundo, pero esta vez terrestre. Un viaje personal, emocional y necesario para ambos, que no ha contado nunca con un respaldo económico que no fuera su propio ahorro y sacrificio.
Cuando Ana y Evaristo se conocieron y entablaron conversación, el del Barrio de la Concepción le dijo: 'Mi ilusión en esta vida es dar la vuelta al mundo'. A lo que ella -sorprendentemente para él- respondió: 'Para mi también'. Ana sonríe recordando aquel momento porque «no me creyó, pero era así». Un viaje con unos amigos les mostró que estaban listos para afrontar, juntos, el literal viaje de sus vidas, contando en la ecuación con la complicidad del mar y la compañía de su querida doberman Luna.
Y comienza su aventura marina. A modo de introducción, se casan en la isla de la Perdiguera de noche y con los invitados llegando, como no podía ser de otra manera, en barco; ahorran el 70% de sus sueldos para poder contar con un presupuesto que les permita llevar a cabo esa 'otra vida'; venden todo lo accesorio que poseen y alquilan sus respectivas viviendas para adquirir la embarcación apropiada que les lleve por lo desconocido, pasando de manejar un 'hobie cat' a patronar un catamarán. Nada es un inconveniente. «Lo realmente difícil de verdad es finalmente 'soltar amarras', pero era tal nuestra ilusión...» -rememora Evaristo-, que allí estaban un 29 de junio de 2002 iniciando su travesía. Torres recuerda que en su cabeza resonó un: '¿Seré yo capaz?'. Por delante 18 días de navegación desde Canarias hasta Cabo Verde -tras haber concluido con éxito un preparatorio por el Mediterráneo- que, por cierto, a Ana le supieron a poco. «¿Ya?», se preguntó al tocar puerto africano antes de continuar viaje. Estaba claro que era lo que buscaban. A continuación seis años y medio (con intermitentes regresos a España) que a Ana también le han seguido sabido a poco. «Si. No nos teníamos que haber vuelto tan pronto», dice al recordar lo experimentado. Les llamo atrevidos, y Ana añade: «O unos inconscientes...». Una calificación que hace que ambos sonrían cómplices al unísono. Son dos almas sincronizadas y complementarias. Dos seres que se han despojado de las tentaciones mundanas para afrontar un viaje en común sobre el que el patrón de barco Torres asegura: «Lo más importante fue encontrar a la persona idónea. Sin Ana, no lo hubiera hecho».
En la retina y en la memoria, de todo. «¿Peajes? Claro que los ha habido». A la mente le viene a Torres el fallecimiento de su madre que los pilló en la otra punta del globo o la dureza de las tormentas en alta mar. «Si. Sientes miedo. Se te tensa el estómago y tienes ganas de orinar». Situaciones difíciles en el camino donde el tándem Torres&Huertas ha funcionado perfectamente. «Él sabe qué hacer», dice ella y, «Ana -indica Evaristo- no se asusta; sabe estar; y en los momentos complicados aguanta bien la presión. Es una mujer muy inteligente».
En la maleta rumbo a todos los destinos posibles mucha lectura, embutidos -los ingredientes para hacer caldero- y poco más, entre lo que no falta, unos palos de golf. El resto lo pone el mundo. Una naturaleza por la que navegar y/o andar, gente interesante a quien conocer, y tiempo para disfrutar de sus amigos los libros porque ambos son ávidos lectores. También tiempo para sentarse a comer (un momento de reunión siempre importante), para la incuestionable siesta y para jugar al golf en los lugares más insospechados. Sobre esto último Torres me cuestiona abiertamente, sabiendo que nada tienen ambos que ver con esa imagen que se proyecta sobre este deporte: «¿Crees que esto sonará elitista?». No, le aseguro taxativamente, a pesar de ser aún consciente de que este es el cliché que arrastra el golf, a pesar de que hoy en día sus federados son personas de muy diferente extracción social o sector profesional. Así que aún más agradezco a los dos su disposición a hablar con naturalidad de su afición a este deporte a pesar de que solo por mencionarlo parecería que se 'enturbie' quiénes son y lo que han conseguido y, además, de abrir para 'La Verdad', su álbum personal de fotos.
En el camión Evaristo lleva algo más de media bolsa de palos, pero en el catamarán -de 12 metros de eslora por 7 de manga- se conformó con «un híbrido, una madera y un hierro 7». Vivir en aproximadamente unos 30 o 40 metros cuadrados flotantes exige llevar solo lo necesario. Los palos lo eran. Además de un montón de bolas que Ana -que también se defiende en este deporte que conoció en 2009-, siempre se las ha encontrado por todas partes. Y a pesar de que en sus más de 40 países visitados han jugado «en 40 o 50 campos de golf », quizás los mejores recorridos son los que ellos mismos se han inventado. Las playas de Marruecos se han convertido en improvisados 'fairway' (calles) de arena sobre las que hacer volar la bola, al igual que las amarillas tierras del desierto de Nubio en Sudán o las mesetas verdes de Mongolia. De hecho para Torres, «toda Mongolia es un campo de golf». Con una extensión tres veces España, el país asiático plagado de llanuras «llenas de hierba sobre un ondulante terreno, te invitan a practicar». «Allí -afirma Torres-, poco o nada saben de este deporte». En cambio en Canadá, «en cada pueblecito había un recorrido donde poder jugar». Recuerdan perfectamente los 9 hoyos de Lillooet Sheep Pasture Golf Course (algo así como: 'campo de golf donde pastan las ovejas)'. Toda una afirmación, porque efectivamente cuando llegaron se dijeron al unísono: '¡Si esto es una granja! (de ovejas). Allí estaban los hoyos pero también estaban los establos, los rumiantes y sus 'impedimentos sueltos' sobre la hierba. Pagaron unos 10 dólares. Aunque también se han encontrado precios prohibitivos para su siempre ajustado y pensado presupuesto.
En la memoria y en su álbum de fotos también su paso por 'The Livingstone Club', en Zambia, fundado en 1908. El campo lleva el nombre del explorador británico y en la Casa Club se percibe por completo la influencia inglesa. En el salón principal «hay una chimenea que dudamos que hayan encendido ¡alguna vez!, con la temperaturas que allí se soportan», comenta Ana, a quien la estampa completa, mobiliario incluido, le recordó a la película 'Memorias de África'. «Jugamos con elefantes pasando muy cerca». Nueve hoyos que les costaron 20 euros al cambio. En las tierras altas de Zimbabue les esperaban «montañas muy parecidas a las de Escocia». Y en Etiopía, 'greens' de ceniza compactada y calles de hierba creciendo a su antojo, muy propio, dicen, de los campos africanos. De aquella parte del planeta recuerdan haber estado asentados cerca de una aldea. «Cuando nos pusimos a tirar bolas, los más jóvenes se acercaron a observarnos», relata Torres. «Ellos llevaban en la mano una onda (...), pero les sorprendía que con un palo se pudieran alcanzar distancias de 170 metros. Iban corriendo a recoger la bola y a aquel que la trajera le dejábamos probar. En poco tiempo consiguieron dominar el palo -y en tono divertido Torres concluye-; yo no hice lo propio con su onda». Ana lo corrobora. De Asia no guardan un buen recuerdo. «Si. Aquel servilismo». Ana se explica. «En el campo de golf llevabas 'caddie' obligatorio, hasta ahí, vale -apostilla-, pero en el campo de prácticas tenías una mujer que se postraba de rodillas para ponerte a tus pies cada bola que golpeabas. No me gustó». A Torres, tampoco.
Pocos son los episodios en los que estos dos cartageneros se hayan sentido mal, incómodos o no bien tratados. Nunca han tenido que usar la escopeta recortada que llevan, «y donde nos hemos presentado siempre hemos sido bien acogidos. Hay quien tiene más curiosidad al verte y otros no tanto», pero Torres afirma rotundamente que, «cuando dices que eres español, te tratan bien». Bueno, ambos hacen un inciso, «menos por los indios Kuna (Caribe pañameno), quienes al mencionarles nuestro origen nos dijeron abiertamente: '¡Vosotros sois los que nos robasteis el oro!'» (refiriéndose a la época del Descubrimiento). Anécdotas aparte, Torres insiste: «La marca España en el mundo tiene una imagen muy positiva (...). Y si, me considero un privilegiado siendo de aquí (...), teniendo en cuenta además, que no somos una país de materias primas». Claro que como indica Ana, la gastronomía, la cultura y la climatología de España, son sus bienes preciados.
Su casa en Murcia es un reflejo de su vida. La vivienda que ocupan en el complejo de Mar Menor Golf Resort (Torre Pacheco) y que les proporciona la seguridad que necesitan al pasar largos periodos de tiempo fuera, es sencilla. Una amplia mesa, unas sillas, una cómoda y un sofá. Y los 'imprescindibles' de su 'otra vida'. Una acuarela pintada por un amigo que, colgada en el salón, les recuerda su bello catamarán y su Luna. En la pared que acompaña el primer tramo de escalera que da acceso al segundo piso, varias hileras de estanterías de cristal, que de manera ordenada por especies y tamaños, exponen todo tipo de ejemplares de caracoles marinos, conchas... En la parte alta y coronando la colección, una concha de tortuga y dos costillas de ballena, «todo encontrado en la playa», confirma Ana. En las pared que da ya a la 2ª planta, una selección de sus más preciadas fotos sobre dos grandes cartas náuticas que hace las funciones por su inmenso tamaño, de 'papel pintado'. Espartanos en lo material, no así en los placeres del paladar. Estando en el mar y buceando, elegían qué comer cada día -una carta variada con una fuente principal de pescado-. Y es que cuando Torres salía al agua en el Mar Rojo, Ana le decía. «No me traigas mero azul, que no me gusta, prefiero el rojo». Han comido langosta toda la que han querido y más, pero sobre todo su dieta se ha basado en legumbres, frutas y un buen caldero que no ha faltado nunca en la cocina de Ana, porque «llevo ñoras siempre conmigo».
Este 11 de mayo, Evaristo y Ana no podrán ojear el artículo impreso en papel, porque están en su 'otra casa'. Probablemente en el estado de Montana y más concretamente en el Parque Nacional de los Glaciares. En su otra vida. En la que les brinda la Tierra. Salieron el pasado 23 de abril, a las 5 de la mañana hacia Canadá (donde su camión les esperaba) para comenzar su periplo por Estados Unidos, México, Guatemala, Honduras, Belice, Costa Rica y Panamá, para en la mesilla de lo sueños, tener ya previsto el siguiente viaje que abordar en 2019, «que será la Patagonia». Aunque siempre vuelven. «Los amigos nos preguntan en qué país nos quedaríamos a vivir nosotros que conocemos tantos, y siempre respondemos: España». Es lo bueno de contar con dos hermosas vidas.
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